Noto una ausencia en mitad de la noche, el volumen de un espacio vacío. Mi mujer no está en la cama. El aire tiene la consistencia irreal de la madrugada. Una mitad del planeta está a oscuras. La otra espera la llegada de la oscuridad.
Salgo de la cama. Habitaciones vacías, silenciosas. No pronuncio su nombre, no la llamo, porque por la noche todo es frágil. Bajo las escaleras y la veo en el salón, de pie frente a la ventana. Su camisón azul está iluminado por la luz de la luna. Inmóvil, no repara en mi presencia hasta que estoy a su lado y miro lo que ella mira.
-Hay un zep en el jardín.
-Ya lo veo.
-¿Qué hacemos?
-Nada, volver a la cama y dormir.
El zep está quieto como una estatua y nos mira. Las curiosas asimetrías de su cabeza, algo que comparte con los demás zeps, hacen que su rostro parezca una máscara mal puesta. Mirar un zep es como enfrentarse durante mucho tiempo a una ilusión óptica. Tu mente acaba por rendirse. Observo los jardines de mis vecinos, pero esta noche solo nosotros tenemos visita. Mi esposa pone la mano en el cristal. El zep, a unos cinco metros, no muestra ninguna reacción. La ausencia total de empatía de los zeps ha llevado a todo el mundo a plantearse dilemas morales sin solución. Sé que en un pueblo cercano alguien disparó a uno. Se cuentan demasiadas historias sobre lo que sucedió después. No quiero pensar en ellas. Agarro con suavidad a mi mujer y retrocedemos. Sé que no volveremos a dormir esta noche, que esperaremos el amanecer con los ojos abiertos, abrumados por la intuición de algo que se escapa o por la nostalgia de la época en la que no había zeps.
Desayunamos en la cocina. El zep ya no está en el jardín. Nadie les ve nunca llegar ni marcharse. Tampoco es común cruzarte con ellos. Sencillamente aparecen, como un fenómeno natural imprevisible o una flor que brota de repente.
Mi mujer está distante.
-Anoche tuve un sueño muy extraño.
Muerde una tostada. La mermelada de arándanos cae hasta su barbilla. Muevo mi mano para limpiarla pero en el último segundo me detengo. Sus ojos vibran.
-Tú estabas en el jardín.
-¿Cómo?
-En el sueño.
La mermelada cae sobre la mesa.
-Yo te miraba, llamaba tu atención, pero no me respondías.
Asiento. Mi corazón late como un pájaro herido dentro de una caja.
-Mientras te miraba aparecía un zep en el salón, a mi lado.
Estoy a punto de decir que los zeps nunca entran en las casas, pero ella me está contando un sueño. Solo un sueño. Me llevo la taza de café a los labios y su sabor me repugna de una manera insoportable, baja por mi laringe con la textura del petróleo. Bajo la mirada. Mis pies están manchados con tierra fresca y briznas de hierba. Solo entonces reparo en que todavía no ha amanecido.