Ya vienen. Oigo sus algaradas, sus horribles gritos enardecidos, sedientos de muerte. Se acercan, como una jauría salvaje, como un rumor creciente y sobrenatural. Hasta nuestra morada llega su galope, sus alaridos enfebrecidos, sus maldiciones. Ya vienen, enarbolando sus horripilantes armas, decididos a matar -a matarnos- una vez más.
Ahora escucho quebrarse las puertas con truculento crujido, saltar los goznes con estrépito. Y no hay nada que pueda hacer, salvo desear fervientemente que su sed de venganza se aplaque antes de que descubran mi escondite, o que, ofuscados y enceguecidos por su propia violencia, pasen de largo en busca de otra víctima.
Ya vienen, ya están aquí. Desde mi refugio oigo los enervantes bramidos de los ejecutores, mezclados con los aullidos de los inmolados indefensos, sorprendidos en sus cubículos en medio de su sopor.
Se declararon nuestros enemigos por los siglos de los siglos; nos llaman depredadores sanguinarios, ellos, que se pasan su exigua existencia devorando a otros seres vivientes, diezmando la vida, sacralizando la muerte. Y comenzó la caza inexorable, implacable, despiadada…
Ya están aquí otra vez, imponiendo sus deleznables derechos sobre la vida y la muerte, ejecutando sus sombrías liturgias, sus macabros sacrificios, sus abominables rituales. Oigo los espeluznantes gritos de mis congéneres al perecer bajo las garras de los invasores.
La gran orgía de muerte y destrucción amaina por momentos; quizá se sientan ya saciados por ahora, quizá la llegada del crepúsculo esté obligándoles a retirarse, empujándolos de regreso a la seguridad de sus guaridas. Paulatinamente, va cesando el clamor, van apagándose los ecos de verdugos y víctimas, hasta que de nuevo el silencio sepulcral lo envuelve todo.
He tenido suerte una vez más. Esta noche, los que hayamos resistido el furioso embate, contraatacaremos, intentando sorprenderles en la liviandad de su sueño, pero la guerra, la eterna guerra no ha terminado, nunca lo hará. Quizá mañana, o pasado mañana, vuelvan a la ofensiva, enarbolando sus crucifijos, sus ristras de ajos, y abrirán de nuevo nuestros sarcófagos, dejando que los adurentes rayos del sol abrasen nuestros cuerpos, y rociarán nuestra piel con la abrasiva agua bendecida, clavando sus estacas de madera en nuestros corazones de no muertos.