Siempre he tenido una relación cercana con la muerte. De pequeña tuve una
meningitis y la experiencia me cambió; mi cuerpo supo que podía morir desde muy
joven. Apenas recuerdo nada de aquella época puesto que mi cerebro tiene la
amarga costumbre de borrar los recuerdos que considera negativos, llegando a
parecer una entidad autónoma e independiente en sí mismo; pero sí recuerdo los
tubos de sangre, los hospitales y, de manera más fuerte, una creciente sensación de
aislamiento. Comenzó a crecerme un caparazón de granito y arena dentro, tan
adentro que no era visible, pero sí perceptible para el resto de manera intangible.
Así que, inconscientemente, empecé a vivir con prisa, como si cualquier día fuera a
irme; por eso, cuando conocí al gran amor de mi vida, me pareció necesario vivirlo
todo con él cuanto antes y por eso, al quedarme embarazada, las lágrimas rodaron
de alegría.
Compramos una casa enorme (diez habitaciones) y baratísima (supuestamente
encantada). Nunca me ha dado miedo la muerte, y teníamos tan poco dinero y
tanta hambre de vida… Empezamos a reformar en cuanto llegamos, y yo pude ver
cómo sería una vez acabada: luminosa, grande, llena de risas.
Llevábamos dos semanas viviendo juntos cuando Augusto tuvo un accidente de
coche en la puerta de casa y murió. Llegó ensangrentado al portal y su cuerpo se
enfrió antes de que llegara la ambulancia. Me sentí morir con él: la vida me había
preparado para mi propio remate, pero no para la pérdida del ser amado.
La casa se me caía encima mientras mi barriga engordaba y mis ojos enrojecían
hasta parecer bolsas de sangre. Una noche me desperté de golpe. Se oían extraños
sonidos desde la habitación de al lado. Intenté encender la luz, pero no funcionó;
los sonidos incrementaron su ritmo y su potencia: una especie de ahogo y el rasgar
de unas uñas sobre la pared. Me empezó a martillear el corazón. Me faltaba el aire
y no fui capaz ni de moverme. Debí quedarme dormida. Al día siguiente amanecí
recostada contra el cabecero y en tensión. La sangre empapaba mi camisón. Llamé
a la ambulancia y en el hospital me confirmaron que había perdido a mi bebé.
Cuando volví a casa, un impulso me llevó hasta la habitación contigua a la mía;
lloré sobre el suelo de parquet descascarillado hasta dormirme de nuevo.
Al despertar, vi mis manos de nuevo teñidas de rojo: esta vez, la sangre provenía
de mis uñas reventadas: en sueños había arañado compulsivamente la pared.
Han pasado siete meses desde entonces. Siete meses de felicidad, en los que mi
barriga crece; el bebé comienza a dar patadas. Por las noches me despierto
sudorosa, mientras resuena en mi cabeza la siguiente pregunta: ¿De quién es el
niño que llevo dentro? O más bien ¿Qué es lo que llevo dentro?
Pero durante el día, sé a ciencia cierta que, sea lo que sea, nadie lo apartará de mi
lado.