Me dolía muchísimo la cabeza y casi no podía respirar. Tenía la boca muy seca. Necesitaba beber agua urgentemente, pero estaba demasiado mareado como para intentar buscarla. Sentía un enorme peso sobre mí, lo que me producía una sensación de ahogo inmensa. Todo estaba a oscuras. Quise encender la luz, pero apenas podía moverme. Lo intenté otra vez. Primero un dedo, después otro. Algo resbalaba entre ellos cada vez que los movía, algo que no conseguía reconocer ni alcanzaba a ver. ¿Estaría soñando? No, el dolor era real, y me estaba martilleando la cabeza, una y otra vez.
De nuevo la sed, mucha sed. Debía conseguir algo de agua y después me acostaría otra vez, aunque era consciente de que no estaba en mi cama. Mi cabeza no estaba apoyada sobre mi almohada, sino sobre una superficie fría; dura y fría a la vez. Además, algo se me estaba clavando en el pecho.
Quise deshacerme del objeto que me estaba lastimando. Con gran esfuerzo conseguí llegar hasta él. Lo palpé. También estaba frío y parecía de metal. Quise moverlo, echarlo a un lado, pero no podía, estaba bien adherido a la superficie sobre la que yo estaba tendido.
¿Dónde estaba? ¿Por qué ese frío y esa humedad? ¿Qué es lo que me provocaba tanta opresión? Respiré hondo y noté el hedor, cada vez más insoportable. Unas partículas de tierra penetraron en mi organismo a través de mis fosas nasales mientras seguía escudriñando el frío objeto de metal, y en ese momento fui consciente, por primera vez, de dónde estaba.
Tuve un ataque de pánico. Comencé a hiperventilar, a tener fuertes palpitaciones, temblores y una excesiva sudoración. Mi organismo comenzó a segregar adrenalina a mucha velocidad, lo que me dio la fuerza necesaria para intentar escapar. Haciendo fuerza con los brazos logré que la tierra que me rodeaba fuera cediendo. Aunque sentía los pies entumecidos, comencé a moverlos también. «Ahora o nunca», pensé mientas sacudía las extremidades con todas mis fuerzas.
A duras penas y haciendo el mayor esfuerzo de mi vida, logré salir del agujero. Me arrastré por el suelo hasta que todo mi cuerpo quedó en la superficie. Me giré, y comprobé que no me había equivocado: era un crucifijo lo que se me había estado clavando en el pecho, y un ataúd la superficie dura y fría sobre la que había estado tumbado. Horrorizado, me alejé de la tumba y me apoyé en la enorme pared de piedra que rodeaba el cementerio. Necesitaba tranquilizarme y coger aire.
A pesar del dolor de cabeza, sabía perfectamente quién me había enterrado vivo. Solo podían haber sido ellas, y allí, entre cientos de cuerpos fríos que esperaban pacientemente a ser devorados por los gusanos, juré venganza.
Venganza, esa sería, a partir de ahí, mi razón de ser. Viviría por y para vengarme de ellas. Aquello no iba a quedar así, no podía quedar así; aunque fuera lo último que hiciera en la vida.