―Acércate, no voy a hacerte nada.
El pequeño se bajó del columpio. Comprendió que aquella voz solo podía
provenir del seto de hibisco, de lo que parecía un extraño sombrero de copa dorado
asomando tras la verde fronda. Aferrado al palito de su piruleta, avanzó unos metros
hacia el arbusto, muy lentamente, desconcertado aún.
Titubeó. Miró un instante hacia atrás, y comprobó que mamá seguía hablando y
hablando en la otra esquina, siempre hablando y hablando con aquel tipo enchaquetado
de todas las tardes.
La voz volvió a sonar inquietantemente dulce:
―Entra en mi jardín, no tengas miedo.
―¿Me darás caramelos?
―Ven hacia mí y te regalaré mi corbata mágica.
Aquellas manitas se fundían con las flores rojas y amarillas, mientras trataban de
apartar el ramaje arborescente para abrirse paso.
Un golpe de viento agitó de pronto las hojas, como si el propio parque
pretendiese agotar su última posibilidad de aviso.
―Mira cuántos colores tiene… Deja que la anude a tu cuellito… Así,
suavemente… Ahora dame la mano y te llevaré de nuevo al columpio. Verás qué
distinto es remarse con mi corbata mágica.