Se levantó en mitad de la noche por no bajar la persiana, primera vez desligada de aquella tarea. La luz de la luna se proyectaba en ángulo directo por su ventana, dibujando sombras chinas sobre las arrugadas sábanas. Se calzó los slippers para evitar que el frío del suelo incomodara sus desnudos pasos hacia la cocina. Al fondo del pasillo, el inmortalizado rostro de su ex marido arrojaba su mirada desde el pasado verano. De mañana, menos inquieta, escondería la foto.
Abrió el cajón de los cubiertos y extrajo un cuchillo de untar, dispuesta a llenar con mermelada el espacio que ocupaban la inquietud y el silencio. No más dar la espalda al mueble, un estruendo metálico inundó su columna. Ya no debía temer los ruidos, había entrado hoy en prisión, pero su cuerpo mantenía aquel reflejo paralizante. Serena, respirando pausadamente, se giró a contemplar, con horror, que no estaba. Toda la cubertería desparramada por el vacío que segundos antes ocupaba el cajón. ¿Una broma pesada tal vez? ¿Había alguien en la casa? Pensamientos imposibles cruzaban su cabeza mientras se aproximaba a contemplar el oscuro fondo del mueble, como si fuera a aparecer una respuesta en el abismo reflejado de aquel minúsculo espacio.
¡TELÉFONO! Se apresuró a coger el aparato que vibraba sobre la acristalada mesa del salón.
-¿Clara? –sonó una turbada voz familiar.
-Oh gracias a Dios, Marie. Necesito que vengas rápido.
-¿…te has enterado entonces?
-¿…de qué hablas?- respondió, buscando en sus palabras un consuelo inexistente.
-Ha muerto…
Levantó la vista hacia el terrible rostro nuevamente, dejando caer a su interlocutora en el acto, pero sin impacto alguno. El suelo junto a sus pies se dibujaba limpio, sin rastro del único dispositivo en aquella jaula que la unía al exterior.
Corrió hacia el cuenco de la entrada, angustiada, necesitada de una llave que la liberara de la cárcel autoimpuesta unas horas antes. Aquel objeto metálico colisionó contra el mecanismo en ángulo erróneo, propiciando que se desprendiera de sus manos inquietas, para después desaparecer en la nada.
-¡Miérda!- gritó, una y otra vez, golpeando la puerta hasta sangrar por los nudillos.
Volvió hacia la mesilla, y, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, la arrojó contra las cristaleras que daban al aterrador escenario al que, en anteriores ocasiones, se había referido como “patio”. Aquel mueble, diseñado por un prestigioso autor que desde hacía décadas alimentaba los gusanos, se desvaneció en las sombras a medio camino del final.
Su respiración empezaba a entrecortarse, necesitaba salir, tenía que ser un sueño. Abrió el grifo del aseo, se lavó la cara intentando despejarse y se restregó levemente los ojos, pero al abrirlos, sólo oscuridad. Acercó sus temblorosas manos donde estos debían encontrarse, pero su búsqueda fue en vano.
Gritó, gritó hasta desgarrarse la garganta, gritó mientras pudo.
Entonces, en el vacío que se había convertido su existencia, oyó un ruido. Un ruido proveniente del pasillo, un ruido que se tornó voz, una voz que susurró sólo cuatro palabras:
“Te lo arrebataré todo…”