Intentando destilar con la imaginación una gota de terror para el relato ficticio que pretendía escribir, estalló en su memoria un episodio real que excedía con creces cualquier otra fantasía. Su esfuerzo inconsciente por imaginar una situación espeluznante, resultó un detonador para su alma. Le abrió de repente un episodio que había logrado olvidar y que creía enterrado en el pasado, aunque algunas noches, el eco profundo y crónico de la conciencia, le despertaba entre angustiosas pesadillas generosas de sudor. Tenía aquellos sucesos desechados, para no reciclar, en el cubo rojo de la materia orgánica humana. O eso pensaba.
Ocurrió durante las vacaciones, en el verano de 1997, en una casa rural que habían alquilado su mujer y él. Su idea era aislarse todo lo posible para desvanecer el bullicio propio de su ciudad, que padecían diariamente. La vieja casa estaba en la mitad de una ladera, rodeada de frondosos robles centenarios. Y aunque era muy antigua, sus propietarios la habían reformado con gusto, para que resultara un retiro confortable a no menos de cinco kilómetros de cualquier actividad humana.
La noche del cuarto día, cuando ya estaban instalados como en su propia casa y disfrutaban en las tumbonas del jardín de un firmamento tan cristalino como una pecera, escucharon entre la oscura frondosidad de los árboles un ruido. Parecía un lamento, quizás fuera solo la voz profunda de algún animal salvaje. Pero a medida que se acercaba aquel rumor, también se escuchaban pisadas crujiendo las ramas secas del bosque. Así que Eduardo le pidió a Encarna que se metiera en la casa, mientras él inspeccionaba con una linterna y un hacha que había en la leñera, la procedencia de aquellos sonidos.
A través del cristal, ella vio alejándose pausadamente y en zigzag para sortear los árboles, la pequeña luz adentrándose en las tinieblas, hasta que poco a poco desapareció extinguida en la negrura. Comenzó a pasar el tiempo. Los minutos se hicieron eternos. Comprobó que su antiguo teléfono Motorola no tenía cobertura ni la vivienda poseía conexión con el exterior. Al cabo de más de media hora y bajo un ataque nervios, vio como regresaba la linterna, corriendo entre la arboleda, con apresuramiento. Cuando la luz estuvo a pocos metros de la casa, reconoció a Eduardo y se arrancó a abrirle la puerta para que entrase rápido. Nada más cerrarla, comprobó horrorizada que venía empapado de sangre y que su cara estaba descompuesta, con la mirada extraviada. Pero no le dio tiempo a mayores reflexiones porque de inmediato, él dividió su cabeza con el hacha con la misma soltura que a un melón, separándola en dos partes que desparramaron su contenido.
Así describiría su relato, hasta donde se acordaba. Porque después de aquello su memoria no existía. Solo algunas veces desde entonces, cuando se miraba al espejo de la celda, veía horrorizado la cara de un viejo con los ojos luminosamente azules inyectados en sangre y se llevaba las manos a la cara.