Lo más duro llegaba al anochecer. Tras medio siglo juntos, él era capaz de adaptarse a hacer el desayuno para uno, a salir de casa sin el beso acostumbrado, a encender la tele por las tardes para disfrazar el silencio, a que fuera una alarma quien le recordase tomar las pastillas. Pero la soledad de la cama no había quien la sobrellevase. Habían transcurrido ya dos insoportables noches sin dormir y le aterrorizaba enfrentarse a la tercera.
Se lavó los dientes y se sentó en la cama, quitándose los calcetines antes de apagar la lámpara del velador. Se recostó. Pasó un par de horas volteándose, cambiando de postura, sufriendo el frío tacto de la sábana vacía allá donde extendía sus brazos. Todo parecía indicar que sería una noche como las anteriores, pero entonces sintió algo. Una fuente de calor inesperado se aproximó por su espalda y le envolvió, serpenteante, hasta su petrificado torso. Por primera vez creyó que su corazón se detenía. Sus ojos reflejaban auténtico terror, su cuerpo quedó paralizado y por su cabeza sobrevolaba una pregunta: ¿Es esto lo que se siente antes de morir? Tras unos eternos segundos de duda, se armó de valor y se estiró hasta alcanzar la mesita. Pulsó el botón de la lámpara, pero la luz no se encendió. Entonces sus latidos se aceleraron y, esta vez sin titubeos, se decidió a incorporarse. Conforme lo hacía, el extraño contacto se desprendía de su cuerpo, habiéndole abandonado por completo una vez se hubo levantado. A tientas, se dirigió a la pared opuesta, buscando con las palmas extendidas el pulsador de la luz, pero no acertaba a dar con él. Completamente a oscuras, impactó con algo misterioso. Se estremeció al palparlo: eran dos manos zarandeándose. Manos temblorosas, de uñas punzantes, moviéndose arriba y abajo sin cesar. Sumergido en un escalofrío, consiguió sortearlas e, impulsado por el pavor, logró encontrar el interruptor. Al fin se hizo la luz... Allí no había nada.
El siguiente fue otro triste y solitario día. ¿Había sido aquello real o producto de su mente atormentada? Y ¿qué habría ocurrido de no haberse levantado? Asaltado por estas cuestiones, no tardó en volver a caer la noche. Se acostó, sin muchas esperanzas de descansar. Al rato, tenía puesta su atención en el tictac del reloj de pared, cuando de pronto... Ahí estaba nuevamente ese cálido manto invisible, abrazándole por detrás. Esta vez permaneció inmóvil. Entonces, a esa calidez se sumaron unas extrañas caricias en la espalda, algo agitadas quizás, pero considerablemente más reconfortantes que la abrumadora soledad anterior. “Si esto es lo que me espera ahora, que así sea”, pensó. Y, al fin, durmió.
Poco más tarde se supo, cuando lo sepultaron junto a su mujer, que ésta había sido enterrada aún con vida, despertando después y agonizando hasta su último aliento. La posición del cadáver y las marcas del interior del ataúd desvelaron que había estado arañando la tapa del féretro hasta agotar sus fuerzas.