Como una de tantas noches, esta se ha alargado. Es el momento de volver a casa, pero hoy accederé a su ofrecimiento.
“Espero que no se arrepienta”, pienso mientras empujo la helada puerta de aluminio del portal con la mano agarrotada por el frío. Me digo a mí mismo que no molestaré. Si me lo ha ofrecido es que no le importa. Y a medida que subo las escaleras, comienzo a tararear en voz baja una canción que me ronda la cabeza.
Me interrumpe el ruido de unos pasos. Alguien ha entrado detrás de mí al portal. Hay poca luz y no quiero darme la vuelta. Me preocupa que piense algo raro puesto que esta no es mi casa. Lo mejor es que disimule y siga tarareando, pero no recuerdo esa canción. Ni siquiera donde la he oído.
Oigo el cerrojo de la entrada detrás de mí y me pregunto por qué ha cerrado la puerta con llave. Comienzo a acelerar el paso, y siento que me sigue.
Tercer piso. Ya casi estoy, pero lo tengo detrás. Busco la llave prestada en el bolsillo. Me dijo que intentara no hacer ruido, pero es algo que no me preocupa ahora mismo. Llego al cuarto piso. No recuerdo la letra. Lo tengo cerca. Sé que está quieto a mi espalda. Intento meter la llave de forma atropellada en la puerta B y rezo por haber acertado. La llave entra, la puerta se abre. Me cuelo sin mirar y cierro, paralizado por unos segundos. Ya estoy dentro, a salvo.
Voy al salón y veo una manta doblada sobre el sofá. Desde ese punto, puede verse la puerta de la habitación de mi anfitrión entreabierta. Me pregunto si le habré despertado.
Me acerco y está dormido, tumbado boca arriba. En ese momento, las llaves se escurren de mis todavía temblorosos dedos. Entrecierro los ojos y aprieto los dientes anticipando el ruido metálico de mi torpeza estrellándose contra el suelo, pero no se oye nada. Levanto la mirada despacio y su imagen la cubre una pátina viscosa semitransparente. Sé que él está allí, pero lo que veo son cientos de patas de insectos retorciéndose. Y de pronto y lentamente, en aquel absoluto silencio, su figura comienza a incorporarse.
Todo se vuelve negro y despierto, helado hasta los huesos. “Qué alivio, solo era una pesadilla”, pienso. Advierto que llegué borracho y me dejé la ventana abierta. Me incorporo, agarro la manilla helada de la ventana y la cierro. Al hacerlo tengo la sensación de que se me han taponado los oídos. Pero no es solo eso. No oigo absolutamente nada.
Comienzo a inquietarme. Llevado por un razonamiento absurdo, vuelvo a abrir la ventana de par en par. Ni la manilla, ni las bisagras, ni el viento helado hacen el menor ruido. Estoy completamente sordo. Muy nervioso, expulso todo el aire de mis pulmones con la esperanza de escuchar un grito. Pero en lugar de eso solo escucho un susurro a mi espalda:
- No vas a despertar.