Nunca fui de redes sociales pero, de vez en cuando, entro en Facebook para ver qué hace mi padre que se creó un perfil al poco tiempo de que yo me fuera. No es que sea muy activo, se limita a compartir algunos enlaces y noticias que le llegan y, como mucho, sube alguna fotografía de su viña o de su huerta.
Me preocupé al leer el último mensaje que había escrito, todo en mayúsculas, como si estuviera gritando:
“AVISO: COMO YO ME LLEGUE A ENTERAR DE QUIÉN ES EL HIJO/A DE PUTA QUE LE QUITA LAS FLORES A MI HIJA EN EL CEMENTERIO, JURO QUE LE ARRANCO LOS HUEVOS O LO QUE SEA.”
El mensaje tenía muchas interacciones y comentarios. La mayoría eran de conocidos que se solidarizaban con su dolor y su rabia y, a la vez, se sorprendían de que la bajeza humana pudiera llegar a tales cotas de podredumbre.
Yo sabía quién se había llevado las flores, siempre era el mismo, no era la primera vez que lo hacía, pero nunca le di importancia.
Debajo del mensaje, junto a tres iconos, podía elegir entre varias opciones: me gusta, comentar y compartir. Mantuve mi dedo en el primer icono y aparecieron seis círculos. Los "emojis" más utilizados habían sido los que mostraban enfado, tristeza o sorpresa. Yo elegí un corazón blanco que había dentro de un círculo rojo.
Después, de manera inconsciente, escribí un comentario breve: “No te preocupes, papá, no pasa nada”.
Y, al enviar aquellas siete palabras, justo en el momento en el que pulsé la flecha azul, comprendí que tendría que cambiar mi perfil de Facebook. Porque yo era hija única.