Hacía mucho tiempo que Mario había descubierto las exquisiteces de aquel local. Y a
pesar de todo, no podía esperar para volver a cruzar el umbral.
A escasos metros del madrileño Paseo del Prado, y de algunos de los grandes museos
de la capital, el restaurante Lamucca era conocido por sus grandes ventanales y su oferta
de cocina internacional. Sin embargo, aquella noche, algo iba a cambiar. Las cortinas
taparían los cristales, la carta albergaría nuevos desafíos y, en la oscuridad, un grupo de
muckeros, escogidos entre la clientela habitual del restaurante, experimentarían un
nuevo concepto culinario. La oportunidad de permitir a sus sentidos explorar las
sutilezas de diferentes platos sin la ayuda de aquel que consideraban más importante, su
vista.
Así, a la hora señalada, y tras ser recibido por uno de los camareros, vestido para la
ocasión, Mario se internó en las tinieblas. Ni siquiera para un habitual como él resultaba
fácil moverse en aquel bosque de mesas y columnas. No obstante, la profesionalidad de
su guía le condujo acertadamente hasta su lugar, donde, tras sentarse, sintió cómo sus
sentidos se agudizaban.
Uno a uno, apenas susurrados, los cinco platos del menú degustación, creado
especialmente para esa noche, fueron desfilando por su boca. Texturas crujientes, que
alertaban al oído; salsas que despertaban el olfato; o formas que jugaban con el tacto de
su lengua combinaban a la perfección con los sabores de cada plato.
Sólo una cosa extrañó a Mario. En toda la cena, salvo el movimiento de los
camareros, no había escuchado ni un solo ruido. Es verdad que les habían prohibido
hablar, pero resultaba raro. Y cuando, al final del banquete, le ofrecieron conocer al chef
en la cocina, un extraño escalofrío indicó a Mario que algo no iba bien. Sin embargo,
tras aquella experiencia gastronómica, uno estaba prácticamente aletargado. Aunque, no
parecía que se debiese tan sólo a la buena comida… Efectivamente. Tras unos pasos,
Mario se desplomó.
Instantes después, Mario despertó en la cocina. Al fondo de la estancia, unos pies
inertes asomaban tras una puerta y, al mirar los suyos, Mario comprobó que estaban
atados. Mientras tanto, en el fuego, rodeado de cazuelas y sartenes humeantes, un
hombre se afanaba por preparar los que parecían ser los mismos platos que él había
degustado. Fue entonces cuando se giró. Y cuando Mario sintió el horror. Vestido con
un mandil ensangrentado, el cocinero se le acercó cuchillo en mano, dispuesto a
terminar con su vida, al igual que había hecho con algún otro comensal anterior.
Mario casi podía sentir el acero de la hoja sobre su piel y, en el momento en el que
iba a ser atravesado, gritó. Un grito desesperado que le despertó.
Bañado en sudor, en la comodidad de su cama, Mario tardó unos minutos en
comprender que todo había sido una pesadilla. “Es la última vez que ceno tan fuerte”,
pensó. Y con la tranquilidad de sentirse vivo, pudo, por fin, volver a dormir.