Solo cuando se tumba en la cama se percata de la marioneta de la bruja que reposa junto a los viejos libros de su tía Arcadia. No recuerda haber visto, cuando era niña, aquel personaje de tela y cartón.
Descansa en la repisa que hay frente al colchón, desmadejada. Tiene la nariz aguileña, grande; desproporcionada. Los labios anémicos y arreboles en los pómulos del color de las flores de pascua. No es un personaje desdentado, sino de dentición completa, amarillenta que le pinta en la cara una sonrisa alarmante.
Le desagrada a la muchacha el maquillaje que enluta sus párpados y hace siniestros sus ojos. Tampoco le gusta la lágrima oscura de maquillaje corrido que va desde el ojo derecho a la barbilla. Menos le gusta aún la mata de hilo teñido de gris que le crece alrededor de las sientes y la nuca como la mala hierba.
Siente que un escalofrío le recorre la espalda como un latigazo formidable, así que se levanta, se pone de puntillas coge la bruja, la toma en las manos y la lleva a la cajonera que hay a la entrada de la habitación y la mete en el primer cajón. Luego regresa a la cama y se dispone a dormir.
Anna mira al mueble, inquieta, pero todo está como lo dejó. Luego apaga la luz y coge su celular.
Un ligero peso le oprime al poco las piernas. Algo avanza hacia ella. La muchacha le da la vuelta al móvil con el que escribe un mensaje a una amiga: con la luz blanca del teléfono distingue la marioneta de la bruja: se acerca despacio, andando a trompicones entre la sábana, como si una mano inútil quisiera manejarla sin saber. Tiene la mirada oscura, siniestra. Va hacia Anna con su hilera de dientes biliosos. Sonriendo.