A lo largo de la vida, uno muere varias veces. A veces, cada día.
Mis pasos cansados me llevan otra vez al parque, donde me estará esperando el banco sombrío donde suelo sentarme. Un sitio tan bueno como cualquier otro para pasar la mañana, aunque sea un frío día de invierno y la niebla se haya desplegado por toda la ciudad como una bandera de lágrimas muertas.
No hay nadie en el parque excepto yo. Y mi presencia es tan leve que ni siquiera la arena que piso parece alterarse a mi paso. Pasan unos minutos y un viento frío agita las ramas de los arbustos desnudos que tengo detrás. Un escalofrío araña mi espalda y dejo de parpadear, no quiero perder ni un segundo de lo que está a punto de pasar. Otra vez.
El niño va vestido de verano, lo que resulta aún más extraño en un día frío y gris. Está serio y anda despacio. No me mira y empieza a jugar con la arena apelmazada por el frío y la humedad. El viento acaricia su pelo negro, pero sin brillo, que contrasta con su piel, tan blanca. Juega abstraído con dos coches de juguete que no traía al llegar y sin embargo están ahí, en sus manitas, que los mueven al ritmo del sonido ronco que el niño hace con su voz.
El niño detiene su juego de repente, como si oyese la voz de alguien que le está llamando. Mira al cielo y luego a mí, dejándome sin aliento. Se levanta y aquí viene, serio,
-Papá.
Hijo, pienso.
-Papá, ¿por qué no me dejas ir? Quiero dormir.
Se me hace un nudo en la garganta. Qué frío.
-No fue culpa tuya, papá. Fue un accidente. El otro conductor estaba borracho. Él era malo, tú eres bueno. Déjame dormir, papá. Por favor.
Desde el accidente solo puedo mover una mano y en vez de limpiar mis lágrimas prefiero acariciar el rostro del niño, de mi niño, tan blanco, tan serio, con el pelo tan negro.
-Adiós, hijo.
No sé si sonríe, porque el llanto apenas me deja ver cómo recoge sus juguetes y se aleja, andando despacio, con su pantalón corto y una corriente de aire frío tras él.
Vuelvo a casa lentamente, como un buque a la deriva navegando por un mar minado de recuerdos. Allí me espera una foto que miraré cada día: justo antes de empezar las vacaciones de verano, cargando el coche, su madre, yo… y el niño.
A lo largo de la vida, uno muere muchas veces. Pero no es tan malo: significa que uno nace varias veces, incluso cada día. Al menos hasta mañana.