No puedo dormir. Vivo solo y el miedo a la oscuridad no lo arrastro de cuando era un mocoso, no, lo tengo ahora que me acerco claramente a los cuarenta.
Menos mal que no veo con claridad el sofá, ese maldito sofá.
Siempre sucede. He ido antes de acostarme, pero tengo unas ganas locas de ir a orinar. Y tengo miedo. Lo reconozco. Un tío hecho y derecho que tiene que ir dando las luces cuando va al baño, porque imagina que hay un muerto en su sofá.
No falla, me levanto, y aunque sé que el sofá está vacío, las sombras dibujan perfectamente la figura de un cuerpo tumbado, inerte, muerto. Pero es imposible.
Y ya no aguanto más. Mi vejiga me envía señales inequívocas.
¡Ya está bien! Hoy, sí, me detengo y contemplo un instante ese maldito sofá... Sin miedo, como el adulto que soy. Y sin encender ninguna luz.
Salgo de la habitación y ahí está el salón, esperándome.
Lo cruzo despacio y me paro a la altura del sofá. Reconozco que he evitado mirarlo pero ahora debo hacerlo.
-Esta vacío. –me digo.
Este pensamiento se hace presente casi como una suplica, un rezo…
Así pues, decidido, bajo los ojos y lo miro. Y ahí esta: ¡hay un muerto en mi sofá!
Se me congela el alma. Ya no siento la presión en la vejiga, ha desaparecido. Ahora siento pánico.
-Y si el muerto se levanta…
!Dios! La mente es tan cruel como impredecible. Presa del terror, retrocedo, tropiezo con algo y caigo. Me golpeo la cabeza con la mesa de la tele. Me he dado mal, muy mal, pongo la mano en la base de la cabeza y noto como me sangra.
Celebro no haber perdido el conocimiento. En pie, sin dificultad llego a la cama, me tumbo. Cierro los ojos con fuerza, como haría cualquier niño, deseando que todo haya sido una pesadilla. De la nuca sólo me llega un cosquilleo, es curioso que no me duela. Gracias al cosquilleo me duermo.
Ya de mañana. Me incorporo, me froto los ojos. ¿Quién es toda esa gente? Por delante de la habitación acaba de cruzar un policía. ¡Un policía! Me pongo en pie y me cubro con el batín. Veo a un par de enfermeros entrar a gran velocidad una camilla.
-¡Ah, claro, el cadáver! Han venido a por él. – Parece un pensamiento lógico, pero al instante se torna absurdo. ¿Quién les ha llamado? Da igual. Se lo van a llevar. No quiero un muerto en mi sofá.
Cuando la camilla llega a mi altura puedo mirar al muerto, así, a plena luz del día, sin miedo. Es joven, cercano a los cuarenta, lleva puesto tan sólo un batín, y le chorrea la nuca, ¡menudo golpe! Ese golpe parece de una mala caída.
Ya salen, nadie me dice nada. Mejor así. Presiento que esta noche caeré rendido y dormiré una eternidad. Ya no hay nada que temer. Ya no hay un muerto en mi sofá.