Por la playa camina tardo un personaje vestido con sotana negra flameando al viento, tocado con un bonete. Calza enormes zapatos también de color negro. Porta un breviario con tapas negras y hojas brillantes que lanzan destellos al compás de su cojera. Su figura es terrorífica y erguida. Expuesta a la vista, pavoneándose. Parece endiosado. Se para. Pone una mano de visera para observar como un barco negro se acerca. De sus tres chimeneas brota un espeso humo negro que se pierde en las nubes obscuras que amenazan tormenta.
El niño parece contemplar la escena asustado, tembloroso. Consigue leer el folio del barco: “LUZBEL”. Un miedo tenebroso invade su tierna figura. Ve como la mar se mueve cada vez más negra y amenazadora, como una bestia que lo zarandea todo. Siente como un mal augurio. Desconfía del barco, le estremece el hombre…
—Si me llevan con ellos ese hombre hará cosas terribles conmigo. Me está mirando de soslayo con unos ojos pequeños, negros, lanosos, desafiantes… —dice el niño, tratando de evitar la escena pero no puede, quedándose anclado en ella. Y prosigue:
— ¡Cómo tremolan sus vestimentas negras!, cómo me mira ahora.
—El barco sube y baja y sigue acercándose. ¡Pobre de mí si no consigo huir de ellos. ¡Papá, ven, protégeme, apártalos de mí! —grita el niño desesperado, al tiempo que tapa sus ojos con sus inocentes manos.
Ahora el niño agita al unísono sus extremidades, como intentando escapar de aquel infierno que contempla. Parece que lo va a conseguir. Con lentitud comienza a despegar tomando altura, manteniéndose levitando a un nivel suficiente desde donde puede observarlo todo más relajado y alejado del peligro. Ve venir a un vehículo verde esmeralda que circula por la parte contraria al barco y al personaje de negro, justo por debajo de él. Se detiene y un hombre corpulento se apea. Viste un pantalón azul marino y una americana a rayas que oculta una camisa blanca. No trae corbata. Muestra una pacífica sonrisa y un aspecto bonachón. El niño lo reconoce al instante desbordándose de alegría.
—¡Papá, Papá, ayúdame! ¡Aquí!
Nada más llegar al suelo el niño se sienta y aterrorizado, grita:
—¡Me duelen las piernas, tengo mucho miedo, Papá! ¡Me quieren llevar para siempre!
—Tranquilo hijo mío, tranquilo, no tengas miedo. Solo se trata de un mal sueño. Tienes fiebre —le dice su padre, tratando de calmarlo.
El niño, delirando, sentado, enroscado sobre sus piernas, retorciéndose de dolor, sigue chillando abrazado a su padre, que sigue insistiendo:
—¡Cálmate hijo mío, cálmate! Solo es un mal sueño.
—¡Míralos Papá, míralos!, el barco y el hombre de negro. Están dentro del altar, solo separados de mí por esa reja. ¡No dejes que me lleven, que no me toquen!
—No hijo mío, no, ¡cálmate! Yo te protejo. No temas, estás creciendo y por eso te duelen tanto las piernas.
Calmado el niño en su cama mira a su padre y, suplicante, le dice:
—No quiero volver más a misa, Papá!