RELATO SIN TÍTULO:
El eco de mi propia voz me hizo dudar. Obviamente se trataba del restaurante Lamucca, así lo rezaba el letrero, el problema es que nadie parecía salvaguardarlo. La tibia luz y la ausencia de respuesta me invitaban a consultar lo acordado en cuanto a la hora. Me acerqué hacia dónde debía dejar mi mercancía más nadie salió a recibirme, a pesar de alzar nuevamente la voz. Un toque de angustia me recorrió, no deseaba fastidiarla el primer día.
Un leve murmullo me llegó desde lejos. El suelo damero en marrón me llamó la atención, poderosamente cuando aprecié que unas gotas de sangre lo salpicaban. Parecían recientes. A medida que me aproximaba a la barra éstas aumentaban su frecuencia y grosor.
Consideré que quien debía recibirme pudiera haber sufrido un pequeño accidente. Continué caminando, siguiendo ese rastro a modo de pulgarcito, aunque un punto más macabro que el cuento original.
Advertí que lo que había percibido ahora se podía calificar, sin lugar a errar, como la voz de una mujer gimoteando sutilmente.
Me disculpé en alto por la intromisión y dejando atrás la zona de columnas llegué al fondo del restaurante. Bajé por unas escaleras de acceso a lo que parecía una bodega, tapizada de ladrillo y con suelo del mismo azulejo que la antigua cocina de mi madre. Aquello me resultó agradable mas el sonido procedente de esa catacumba, medio en penumbra, me heló la sangre.
Un grito, ahogado por un dolor sobrepasado, cementó mis pies al suelo. El sonido de mi corazón obstaculizaba el raciocinio, que debiera haber regido en mi habitualmente serena persona. La súplica que le sucedió, ruego agónico de quien se sabe muerta, activó los engranajes adecuados para que mis ojos en un segundo identificaran algo tan contundente como un extintor de incendios. Su voz cortada, arañaba la vida que parecía escapársele a borbotones, por lo generoso del reguero que ahora chapoteaba bajo mis suelas. Seguí su río de vida perdido por la galería de la izquierda. El peso de mi improvisada arma comenzó a dolerme en los brazos. Deslicé el pasador, sostuve la manguera y me lamenté de mi heroicidad descabellada, en el instante en que mis ojos se cruzaron con los de ella, con su pánico y su no, por favor, que entendí como un intento por salvar mi vida y alejarme de quien hubiera podido causarle tal herida, que la tenía arrastrada por el suelo, envuelta en su propia sangre.
-¿Dónde está?, grité, con toda la contundencia que los distintos esfínteres trataban de salvaguardar por dignidad.
-¿Quién?, preguntó incorporándose y acercándose a mí con los brazos extendidos cubiertos de sangre hasta los codos.
-¿El que te ha hecho eso?
-¡Perdón, perdón! Es que tengo audición en media hora y estaba realizando el ensayo de último minuto. Se me ha ido de las manos. Cuando llegue Josué lo va a flipar por como he dejado todo.
-¿Ensayo?
-Estas muy pálido. Baja el extintor y siéntate antes de que te…