UMBRAL
En espiral de profundas aguas donde reincido sin tregua una y otra vez, a la orilla del encuentro con esta luz pobre, distingo a la mujer entregar una moneda en aquel muelle, que el otro toma con premura ocultándola para sí.
Al instante traen un repugnante cuerpo deforme dejándolo desnudo en la arena a sus pies. -¿y sus zapatos?
-¡Los impíos pierden toda pertenencia!, recibe por respuesta.
Con prisa, me acerco al guardián vaciando los bolsillos de mi vestido verde,
-¡no llevo dinero! Me mira con hastío conduciéndome hacia una puerta entreabierta. Cuerpos desnudos en estado de descomposición, mujeres, hombres, niños, expresiones horripilantes en sus rostros, olor a peste nauseabunda. Como equilibrista entro, haciendo espacio les volteo buscando, boca arriba, unos debajo de otros; en la cuenca de un ojo vacío veo la cola de una serpiente introduciéndose, de la oreja de aquel copiosos escorpiones salen de entre colgajo de pústulas, gusanos por las narices. Algo rasga mi tobillo y caigo, pierdo un zapato, intento incorporarme manchada de secreciones pútridas. Abandonando la opresiva búsqueda, un trémulo ruego: -¡no puedes dejarme!-, giro y en espejos rotos aquella melena rojiza se refleja, allí estaba; señalándola al guardián, éste como si de repetirlo mil veces se tratará:
-¡El cicerone, pronto llega!; pero continúo distraída, curiosa por aquel reflejo que realiza inusuales intentos de hablarme. Veo cómo se agitan sus mejillas y sus labios inician una articulación inaudible, al momento que una rata enorme sale de aquella boca royendo un trozo de lengua. Pierdo conciencia.
Dos rostros sobre mi me vuelven del trémulo estupor; el guardián advierte: -¡el cicerone!-. Presentando al anciano.
-¡Son nueve monedas, una por cada crío!, sígueme. No tengo el dinero, pero sigo al viejo por pérfidas callejuelas de una ciudad costera donde arriban de inciertos lugares diversas naves. Bajando penumbrosas escaleras: -¡no mires!-, me ordena. ¿Pagarás esta vez?, guardo silencio y él duda. Entramos. Escucho timbres, alboroto de recreo, niños que se agrupan en las ventanas de cristales rotos, -¡venid que a por nosotros llegan! Con abiertos ojos miro, allí estaba devastado, quemado, en ruinas el colegio donde murieron los niños por las llamas.
-¿Mirasteis? defraudado exclama el anciano mientras tiraba de mi roja cabellera. Estaba hecho. Los niños confusos divisan el cuerpo a los pies del anciano y sus cándidas miradas traen los recuerdos con pavor: maestra y joven aún, esnifaba clandestina ocultando el grotesco acto, mientras una de las más pequeñas con cerillas tomadas de mi bolso expuesto, encendía la cortina del aula con rapidez en llamas, como si de un juego se tratara. El viejo me mira: -¡Pronto vienen a por ti, te irás descalza. Ya hoy no podrás negociar tu pasaje en el umbral!-. Los críos espectrales me toman por los sangrientos cabellos, y mientras desgarran mi vestido verde, van descalzando mi última pertenencia. Alguien pagará el precio. El anciano Mefistófeles, aguarda.