Nunca olvidaré aquellos ojos mirándome. Aquel día, como hacíamos cada primero de mes, había quedado a cenar con mi hermano Alberto en un bonito restaurante de la Calle del Prado, Lamucca. El lugar, repleto y bullicioso, pero con una iluminación cálida y tenue, nos inspiró una vez más decenas de historias terroríficas que ideábamos entre plato y plato como hacíamos de niños antes de dormirnos. Él había conseguido un pequeño trabajo en una editorial, humilde, pero al menos pasaba el día rodeado de las historias que siempre había amado; yo sin embargo tenía que lidiar con una masa de clientes insatisfechos en un centro de atención de llamadas que se me llevaba la vida misma a diario. Cuando acabamos de cenar decidimos dar un paseo hacia la Plaza del Carmen, donde había otro local que a veces ofrecía música en directo. Al girar hacia la Plaza, mi hermano me dijo:
—Mira Laura, una calle con mi nombre. ¡Y hay una tienda de santería!
—Qué adecuado… —le respondí burlona—. ¡Entremos a ver si venden los ungüentos que nombras en tus cuentos de miedo!
Reímos juntos y entramos en la tienda.
El lugar era muy peculiar, colorido, lleno de objetos extraños por todas partes y con su propia santera. Curiosamente nunca lo habíamos visto a pesar de lo extraño de ver un local así abierto a esas horas. Paseamos por los pasillos entre cajas, velas, santos, hechizos y conjuros de todo tipo. Entonces Alberto me dijo:
—Mira: “La máscara de la muerte roja, cuidado con lo que le pides, podría concederte hasta tres deseos, pero no te precipites”, sería un regalo estupendo para tu cumpleaños, ¿no crees?
—Claro, puedo pedirle que me asciendan, o mejor, que las chinches se coman a la tía Anastasia… que muerte tan humillante para ella que es tan estirada —reí.
—¡Hecho! Asciende a Laura y que las chinches devoren a la tía Anastasia máscara, ¡he dicho! ¡Ja, ja, ja! Es como un altavoz inteligente, ¡pide y se te concederá!
Alberto se puso la máscara y empezó a gesticular y dar alaridos por la tienda. Del fondo surgió un grito:
—Chicos, cuidado con eso, no es un juguete… ¿o es que queréis acabar condenados? Esa máscara ha pasado de familia en familia hasta llegar aquí porque concedió tantos deseos como desgracia trajo a inconscientes como vosotros que la consideraron un juego...
Alberto se sobresaltó al sonar su teléfono:
—¿Sí? ¿Qué dices? ¡Se me salen las órbitas de los ojos! Qué pasada tío, ¿en serio?
Se quitó la máscara y se alejó para poder conseguir cobertura. En ese momento recibí un mensaje, era mi jefa anunciándome que habían aprobado su traslado a Miami y quería darme la enhorabuena ya que yo heredaría su puesto.
—Sé que no son horas —decía el mensaje—, pero pensé que podrías celebrarlo aprovechando que es fin de semana.
Solté el teléfono mientras oía un grito en la calle y lo vi, allí estaba Alberto, con aquellos ojos mirándome…