Arturo miró su reloj y decidió apurar el paso. La Gran Vía se presentaba particularmente concurrida aquella noche. Del verano ya solo quedaba el recuerdo, y sin embargo, esa desagradable sensación de manos sudorosas aún lo turbaban. ¿Nervios, tal vez? No debería. La voz de Silvia había sonado extremadamente cortés al invitarlo a la fiesta.
Tomó por la Calle de la Ballesta, con paso firme, en dirección al corazón del Soho. En su mente ensayaba repetidamente lo que habría de decirle a Silvia en su encuentro, tras ocho meses de separación. La figura que surgió de repente, tras el dintel de una puerta, lo sobresaltó.
—¿Truco o trato? —lo increpó, forzando la voz para imprimirle gravedad.
El gurrumín orillaba los seis años y estaba enfundado en un traje de gnomo. Arturo revisó sus bolsillos y encontró un par de caramelos que le habían dado de vuelto en el quiosco. El pequeño sopesó la recompensa, y con su gesto se encargó de dejar bien en claro que el botín le parecía insuficiente. De todas maneras, siguió su camino.
—Hallowen —suspiró Arturo.
Extrajo de su billetera el papel con el nombre que Silvia le había dictado: Club Fishermans.
—Es una fiesta privada —le había dicho—; con un grupo de amigos nuevos.
—¿Llevo algo?
—No, tranqui. La comida la pongo yo.
El salón estaba ambientado como si se tratara del camarote de un viejo barco pesquero, con pisos de madera, amoblamiento vintage, y rincones dominados por amplios sillones tapizados en terciopelo marino. Pequeños candelabros de bronce dispersos por las mesas se encargaban de mantener el ambiente prácticamente en penumbras.
Arturo se acodó en la barra, y desde allí escudriñó el entorno. Habría en total unas cincuenta personas, todas ellas perfectamente disfrazadas para la ocasión. A su derecha, un grupo de mujeres caracterizadas como brujas reían y bebían una especie de cóctel que sacaban a cucharones de una olla colocada en el centro de la mesa. Un poco más allá, tres jóvenes hombres lobos competían por ver quién emitía el aullido más irritante. Zombis, vampiros y figuras desformes deambulaban por cada rincón, y Arturo no lograba reconocer a nadie.
Comenzaba a evaluar la posibilidad de retirarse, cuando todas las ventanas del salón se cerraron de golpe y una luz puntual se enfocó sobre la puerta de acceso por donde hizo su aparición Silvia. Se veía preciosa en su traje de vampiresa.
Caminó directamente hacia él. Arturo inclinó el torso para darle un beso en la mejilla, pero ella sujetó su rostro con ambas manos y, sin mediar palabra, fundió sus labios en los suyos. Sintió desfallecer. Tranquilamente hubiera permitido que aquel beso se prolongara indefinidamente, de no ser por el agudo escozor que aguijoneó su labio inferior y le hizo retirar bruscamente la cabeza hacia atrás.
—¿Truco o trato? —Susurró Silvia, con una sonrisa perversa.
Todas las miradas convergieron en él. Aterrado vio como Silvia pasaba un dedo sobre su labio ensangrentado y, llevándolo a su boca, anunció:
—¡La cena está lista!