Pánico. Amor. Ginebra. Besos. Droga. Otro. Más pánico. Enamoramiento. Celos. Mensaje de ruptura. Acusación falsa. Malos tratos. Más pánico.
En Dubái las personas transpiran, y sólo unas pocas desarrollan la habilidad necesaria para enterrar esa certeza bajo el traje y el perfume. Me topé con alguien diestro en ese arte. Yo no tuve la misma suerte. Sólo hay que ver mi antebrazo, los surcos oscuros que deja allí donde va. No se debe a la humedad, sino a mi propio cuerpo. A mi mente.
Todo empieza con el sudor. Noto los puños de la camisa humedecidos, y cuando los retiro me encuentro con que la piel brilla y el vello abandona su color rubio. Enseguida me resulta imposible controlar el temblor de piernas y manos. Los músculos se tensan y temo tropezarme. El corazón se agita con violencia, como si de una bomba de relojería se tratase. Entonces siento que me ahogo, aunque no termina de suceder. De alguna manera sí muero, puesto que mientras dura el ataque de pánico soy incapaz de pensar. Tan solo veo una imagen que se repite. La muñeca que llora.
Reconciliación. Noche. No te fíes de ellos. Mañana. Sexo. Tarde. Me gira la cara. Noche. Espera a que me gire. Sexo con uno de ellos. Más pánico.
Ya se ha llenado la bañera. La superficie luce inmóvil, como el lago de Jumeirah. Los indios habían terminado el reparto y jugaban a fútbol absortos sobre la hierba. Carlota me rodeaba con sus brazos. Aún no se había manifestado su trastorno. Reinaba en mí una sensación de felicidad que me colocaba por encima del mundo. Ni siquiera me costó contárselo. Aquellos malditos diecisiete años: la noticia del divorcio de mis padres, la ruina de la economía familiar y un primer amor hecho añicos por la infidelidad. Recuerdo que, en la madrugada, el espejo del techo me devolvió la imagen de su espalda desnuda, y, casi imperceptible, la aparición de una lágrima sobre mi pómulo izquierdo: la marca inequívoca de los asesinos.
Reproches. Fiesta. Vomita. Era lo que querías. Fiesta. Mi compañero de piso. Falla. El otro compañero. Acierta. En mi piso. ¿Por qué llevas mi polo preferido?
Vacío la última copa y me envuelve un calor útil frente a las embestidas del aire acondicionado. Abro la ventana y sonrío ante el avistamiento de una bandada de cuervos aposentados sobre una grúa. Otra obra fantasma paralizada por el gobierno. No sé a qué huele la habitación, el aroma a ginebra ha infestado mis fosas nasales, pero leí que los cuervos detectan la muerte gracias a un olfato infalible.
El alcohol embota mis sentidos cuando sumerjo mi cuerpo. Esa inverosímil cronología se despide.
Hijo de puta. Espabila. Ayúdame a olvidarte. Te quiero. Egoísta. No sabes querer. Trastorno límite de personalidad.
Secciono la arteria y al fin mi muñeca llora negras lágrimas que van enrojeciendo al calor del agua. ¿Cuánta credibilidad puede quedarme, cuando yo mismo no doy crédito a mi historia?