La noche cayó como una cortina de metal y me quedé sola en la finca. No había ningún alma en al menos 5 kilómetros a la redonda y cuando empecé a oír silbidos y crujidos lamenté en lo más profundo de mi alma no haber aceptado las ofertas de mis amigos de hacerme compañía. De día parecía otra casa, algo siniestra y cincelada por los años aunque inofensiva, pero la noche y la tormenta que comenzaba la tornaban un lugar que quitaba el aliento. Notaba cómo mi oído se aguzaba para percibir aún más ruidos a los que la comedia de poca monta que tenía puesta en la televisión lograba restarles protagonismo, no era la primera vez que me quedaba sola allí pero esa noche algo entre que no lograba terminar de reconocer entre el miedo irracional y mi instinto me decía que echase a correr, que algo no andaba bien. Comencé a pensar en aquel hombre que no me quitaba el ojo de encima en el bar al que había ido a tomarme una cerveza antes de retirarme a este suplicio de lugar donde se supone que debo dormir y no podía dejar de preguntarme si me habría oído explicar que mi familia estaba fuera y que no me entusiasmaba la idea de quedarme sola en esa casa. Rezaba por que el ruido del bar no le hubiese permitido oírme, aunque algo en mi fuero interno se estremeció cuando su fría expresión pareció encenderse después de mi revelación. Sus ojos helaban la sangre y había como un halo a su alrededor que hacía que no hubiese nadie sentado a su lado a pesar de que en el local iba quedando ya poco espacio. Al final me convencí de que estaba dejando que mi cerebro me gastase una mala jugada y la mujer valiente que hay en mí se subió al coche y condujo con la música a toda pastilla hasta la finca, una vez allí lamenté que ya no quedase vivo ninguno de los perros que habíamos tenido en el pasado. En un instante todo empeoró aún más, la tormenta eléctrica que se cernía sobre la noche fría de diciembre me dejó a oscuras, la TV emitió un chispazo que puso fin precipitado a la comedia que estaba mirando de reojo y me quedé sumida en la penumbra. Pensé que no podía pasar la noche a oscuras y me iluminé con el teléfono para salir a buscar la cochera donde se hallaban los fusibles esperando que al subir uno la electricidad volviese. Jamás llegué a saber si el fusible había saltado. Una mano fría y ruda me agarró la cabeza por detrás mientras una navaja de barbero me rebanaba el cuello y mientras me desangraba pude reconocer en mi último aliento al hombre del bar. Ahora narro mis últimas horas desde otro plano de la realidad. Aquí la sangre nunca para de emanar.