Esther estaba en el último año de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Hacía años que había dejado de tener contacto con sus padres, por culpa de una mísera relación tóxica que le arrebató el alma, cinco años de sacrificio incondicional hasta que él la abandonó. Tras ésto, no se veía con coraje para enmendar la situación familiar.
Después de una larga recuperación y 364 noches en vela, decidió abrirse una cuenta de Tinder; al inicio, no sabía cómo funcionaba y le llegaban cientos de mensajes de todo tipo como «conecta la webcam, no te arrepentirás» o «que no se te suban los humos, fea» cuando los dejaba en visto. Al final, configuró la aplicación de tal manera que no todos podían ver su perfil ni enviarle amistad sin su aprobación. Esther padecía de insomnio, se pasaba horas y horas frente al ordenador esperando un mensaje agradable e inteligente y hacía poco le habían recetado Stilnox.
En una de esas ocasiones, conoció a Iker, vivía también en Madrid, 32 años, moreno y apuesto a juzgar por las fotos. Llevaban tres semanas chateando, cuando él le propuso visitar el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Ella había declinado citas anteriores, siempre ocultándose bajo el pretexto del estudio y el trabajo; sin embargo, con Iker sentía una cercanía indescriptible, una sensación de consonancia en la que el corazón palpita a cien y en la que el cuerpo tirita. Lo pensó unos minutos y accedió.
Hacía una tarde espléndida, pasearon por el museo hasta el cansancio, concluyendo la velada con una exquisita cena en el restaurante Lamucca de la calle Serrano. Iker le insinuó ir a su casa y ella asintió, llegaron a su opulento apartamento, le sirvió una copa de Prosecco y un exótico picoteo. Entre tanto, empezaron a coquetear, sus manos recorrían cada rinconcito de piel, sus besos en el cuello les hacía poner los ojos en blanco. De repente, se sintió mareada y él le ofreció asiento; tocaron a la puerta y vislumbró cómo se acercaba una sombra, como un demonio y se percató que se había pasado de tragos, reaccionando gravemente con su medicación. En cuestión de segundos, sintió varias manos frías, como la piel de un reptil, quitándole las prendas de ropa, poco a poco, sus ojos le pesaban kilos, hasta que se le nubló la vista por completo y se desvaneció.
Al despertar, sintió su cuerpo adolorido y un hedor a raíces podridas, tomó consciencia de su desnudez. No recordaba qué había pasado; abrió los ojos y no divisaba ni una pizca de luz. Mientras intentaba moverse, un trozo de plástico le sellaba el rostro cada vez que trataba de respirar; percibió el terreno húmedo y su cuerpo se estremeció, estaba atrapada, gritó y lloró sin cesar, le caían partículas de tierra en los labios. «Nadie me buscará, no estoy preparada para morir, ¿quién lo está?» pensó. Había caído en la trampa, confiando en aquel que no conoce. Sedienta, somnolienta y desfallecida suspiró un largo adiós.