Terror en la Farmacia
-Nnnnnng...- Así de angustiado llegaba a la farmacia de turno. Meses de trabajo sentado frente al ordenador a ritmo intensivo no podían dejar peores consecuencias que un menoscabo tan nefasto. Dolía con respirar. Cuando tosía o trataba de ventosear un pedito, el dolor de la hemorroide llegaba hasta las uñas. Ya ni podía disimularlo, no lo soportaba más.
Al otro lado del mostrador, una atractiva farmacéutica observaba fijamente mientras me acercaba.
-Y bien, ¿qué desea?
-Quiero algo para… las hemorroides- confesaba abochornado ante la imponente presencia de una atractiva y risueña señorita estilosamente uniformada de bata blanca con alguna mancha de sangre en la solapa, por alguna cura reciente
-¿Pastillas, pomada o intervención quirúrjica?
-Lo más eficaz que tenga.
-Entiendo...- Asintió mientras hurgaba bajo la bandeja del mostrador. Sacó un bote de alcohol, un trozo de algodón y un bisturí aparentemente esterilizado. Comprendió mi mueca inmediatamente, por lo que añadió:, sonriente
-¿Qué pasa, es que no le han enseñado a usted a curarse una almorrana? Si lo desea, puedo extraérsela yo misma.
-¡De ninguna manera!¡Qué postura tan embarazosa!
-Muy bien, pase usted a la sala , no tenga prisa.
Recapacitando ahora en el hecho, no evito pensar en lo tonto que fui, al no sospechar de aquella receta. La mujer sonaba segura y convincente, y aunque dudé de su criterio cuando se sonrió, fue por amor propio que no me permití expresar tutibeo alguno, embriagado por su belleza , con la esperanza de cortejarle con una pretendida estoicidad machirula, que era lo que le divertía.
Una vez en la sala, de espaldas al espejo, me hallaba retorcido en una postura de difícil descripción para poder visualizar aquella almorrana que asomaba como un champiñón entre los cachetes del culo. Ya estaba preparado para sajar cuando la muy bruja golpeó la puerta para meter prisa.
- ¡Por favor, señorita, acabo en un momentito! - Le suplicaba .
Sentía el frío del bisturí acercarse a la hipersensible esfera de piel, abultada hasta su límite de resistencia por la sangre que se acumulaba allí a presión, cuando acometí, de un giro seco de muñeca, a cortar de un sólo tajo, y acabar, así, cuanto antes, como se esperaría de un hombre hecho y de pelo en pecho.
El dolor fue intenso , quedé paralizado, perdí el centro de gravedad y me desplomé allí mismo. Chorreando sangre por el ano, consciente de la barbaridad que había hecho, empapé con alcohol el trozo de algodón, superados los temblores y los escalofríos, sin poder emitir sonido alguno. Y apliqué a la zona lesionada. Perdía el conocimiento y no recuerdo más que el eco de sus carcajadas fundiéndose con el trance de mis pesadillas.
Cuando desperté en el hospital me dijeron que había sido víctima de la Enfermera Psicópata, que había acabado con la vida de los dependientes de aquella farmacia, y casi con la mía antes de esfumarse para continuar aterrorizando farmacéuticos por todo el continente.