Desperté de golpe en una cama que no era mi cama. Ni las sábanas blanco hospital ni el colchón escueto. Muy confundido miré alrededor. Tampoco la habitación la reconocía como mía. Algo no estaba bien. Menos que eso. Identifiqué el cuarto como el de las cárceles: apenas tres por dos metros y un váter unido a una torre de toma de agua de acero inoxidable. Sobre ella una pequeña chapa plateada hacía las veces de espejo, desechándose cristales supuse para evitar cortes o suicidios.
Sentí el impulso de ir hacia allí y así lo hice.
De pronto todo mi mundo dio un vuelco. De ninguna manera la imagen que se reflejaba era la mía. Aquel hombre me devolvía la mirada desencajada. Pero no era yo. Me toqué la cara y noté el tacto áspero de la barba incipiente que asimismo nunca fue la mía.
_ No has probado bocado.
Me giré sobresaltado. Un funcionario de prisiones señalaba hacia una bandeja de comida depositada en el suelo.
_ ¡Oiga! ¿Qué hago aquí? ¿Qué es todo esto?
Incluso mi voz me resultaba completamente desconocida.
El guarda sonrió.
_ ¿Me tomas el pelo? ¿A puertas de tu final? Eso sí que es tener sangre fría.
Enseguida llegaron otros dos funcionarios.
_ Es la hora _ dijo uno de ellos.
_ Agarradlo bien _ declaró el primero _ Creo que empieza a entrar en pánico.
_ Pues no sabe ni lo que le espera _ anunció el tercero, abriendo la celda.
Me sujetaron fuerte y me empujaron afuera.
_ ¡Por favor! ¡Qué está pasando aquí! ¡Qué le pasa a mi cara! ¡Y a mi cuerpo!
El primer guarda me miró fijamente.
_ Pronto estas preocupaciones serán lo de menos.
Enseguida me arrastraron por un largo pasillo que desembocaba en una pequeña puerta gris. Fue entonces cuando empecé a escuchar unos gritos tan desgarradores que creí morir allí mismo. El terror más absoluto se apoderó de mí.
_ ¿A dónde me llevan? ¡A la silla eléctrica no!
Los tres hombres rieron y al segundo siguiente traspasamos la puerta. Sin saber cómo, al hacerlo, retrocedí en el tiempo.
Una enorme sala de horror apareció del otro lado. Decenas de cuerpos se apilaban desmembrados en los laterales. Predominaba el color rojo. Rojo en los cuerpos desnudos, en las vísceras desparramadas, rojo en los trozos de carne, en el suelo y las paredes, resbalando por los diferentes instrumentos de tortura. El olor de la sangre y los excrementos me inundó. Los alaridos me perforaron el alma.
Grité. Ya lo creo que grité. Mucho más cuando me colgaron boca abajo de un gancho con las piernas separadas y dos hombres comenzaron aserrar desde mis ingles hacia la cabeza. Abriéndome en canal con un dolor indescriptible que se prolongó hasta llegar a la altura de mi ombligo.
_ Disfruta de la eternidad, amigo _ dijo alguien.
Lo siguiente que recuerdo es despertar de nuevo en otro lugar y cuerpo que no eran los míos.