El susurro me despierta. Viene desde el dormitorio de la planta alta.
Es la voz de la luna, como cuando niño. Me daba jaquecas, mal humor y miedo. Esos murmullos me contaban secretos y me pedían cosas extrañas. Pero cuándo me recetaron clorpromazina dejé de escucharlos. Ni siquiera en noches de luna llena. Tampoco tenía ya dolores de cabeza ni reacciones agresivas.
Pero ahora sentía cierta presión en el cuello. Tal vez fuera mejor tomar mis pastillas.
¡El frasco está vacío!
Sólo una vez había ocurrido que olvidé comprar el medicamento pero pude soportar su ausencia. Es más, creí desde ese incidente, que las píldoras eran una especie de muleta psicológica, como una especie de placebo para calmar la ansiedad. Pero en este momento las necesitaba. El dolor era incipiente y los rumores no cesaban.
Decidí salir a la calle, tal vez consiguiera una farmacia de turno. Ahora, después de todo: ¿Qué hacía durmiendo en el living?
Estaba como si recién me hubiera cambiado, con un jean liviano de verano y una camisa oscura de hilo.
Susurrolunar. Dolor.
No tengo recuerdos previos de dormirme.
Me senté en el sofá. Forcé la memoria. Llegué a la conclusión: antes dormir estaba vestido de otra manera. Un recuerdo vago de una bermuda color bronce y una remera clara.
¿Por qué me había cambiado?
¿Por qué no estaba en el dormitorio con ella?
¡Ella!
Susurro. Temor.
Me dirigí al dormitorio. Eché un vistazo al jardín a través del ventanal. Una espesa niebla irreal lo cubría todo.
A medida que subía la escalera una sensación de desasosiego me iba invadiendo. Al llegar frente a la puerta estaba agitado como en un ataque de asma. El murmullo cesó.
Estuve un buen rato luchando con el picaporte. Quería entrar. Pero no quería. ¿Qué me estaba pasando? Empujé la puerta de golpe.
Ella estaba ahí. Desnuda sobre la cama, boca arriba, sus ojos vacuos perdidos más allá del cielo raso, el vientre desgarrado rezumaba sangre sobre la cama.
No pude gritar. Quedé petrificado. Sin ideas. El dolor lo era todo.
Comencé a sollozar. Había perdido, sin saber cómo, todo lo que amaba. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Estaba aún aquí?
Busqué la llave de la luz. Nada. Oscuridad.
En la cocina estaba el tablero de la luz. El asesino había cortado los cables de la llave general.
Sobre la mesada, en el taco de los cuchillos, faltaba uno: el más grande.
¿Qué hago? ¿Qué carajo hago?
Tomé otro cuchillo del taco. En el piso de la cocina había un rastro con gotas de sangre que se perdía en el porche.
Me acerqué al ventanal. La bruma aún era más espesa. Seguro que se refugió en el lavadero.
Con el brazo golpeó el marco colgado en la pared. Lo atajo antes que caiga, no debo hacer ruido.
Entonces lo vi.
El rostro desencajado, los cabellos húmedos pegados a la frente, la mirada desconcertada del asesino desde lo más profundo de aquél espejo.