Corrió por el césped casi sin aliento, entró en su casa a trompicones y gritando - ¡¡¡papá!!! ¿dónde estás?¡-. Elena buscaba desesperada a quien mejor la comprendía, su padre.
Él, acostumbrado a estos sobresaltos infantiles, se levantó con calma de la silla, se dirigió a la puerta del cuarto y antes de que pudiera rozar el picaporte, la niña la abrió de un golpe lanzándose a sus brazos envuelta en llanto y gritando:
- Está muy rara, ¡esto es el colmo! el gato y ella estaban jugando juntos, ella sonreía y lo acariciaba, ¡¡¡al gato papá¡¡¡… -. Su padre abrió los ojos con espanto, él creía que su hija exageraba pero tenía motivos suficientes para estar preocupado.
Sara era una mujer de exquisita belleza y estrictas manías, buena madre pero distante y poco cariñosa. El gato era su peor pesadilla, no le gustaba cuando se enredaba entre sus piernas ronroneando, ni el contacto del pelo rozando su piel y se desquiciaba si lo veía mirándola con sus ojitos negros como botones de una chaqueta. Sin embargo, tras el “incidente”, no parecía la misma, nunca perdió la memoria pero algo extraño le ocurrió. Cuando antes apenas sonreía durante el día, ahora esbozaba felicidad en sus labios y su mirada brillaba como una pulcra ventana de cristal en la que se reflejan los rayos del sol protegiendo su interior. La familia no se acostumbraba a verla tan risueña y un halo de oscuridad incomprensible la envolvía. Por ello, el que jugara con el gato resultaba tan inquietante.
Elena seguía atónita mientras su padre le acariciaba el pelo, ambos estaban confusos pero decidieron dejarlo pasar. Bajaron las escaleras agarrados fuertemente de la mano comentando banalidades como distracción. Tenían que ser comprensivos, el “incidente” fue duro. Al llegar al último escalón, se giraron hacia el jardín para comprobar si Sara seguía jugando con el gato y así quitarle hierro al asunto. Pero lo que vieron no era lo que deseaban ver. De repente se hizo el silencio, ni una mueca, ni un parpadeo, solo silencio. Todo intento de hablar quedaba ahogado en sus gargantas paralizadas, dejando sin vibración a las cuerdas vocales.
Con los ojos fijos hacia aquel lugar del jardín ambos permanecían mudos de espanto. Sí, aquella era Sara; sí, aquel era el gato; pero la imagen era de cuento terrorífico. Sus manos ensangrentadas jugaban con algo que les resultaba familiar, si estuvieran en el sitio correcto, pero no era así. El gato se hallaba inerte sobre el césped enrojecido. Su madre intentaba colocar en su sitio lo que había deshecho. Se dio cuenta de que la miraban, se giró hacia ellos con esa bonita sonrisa sin maldad en el rostro, y expresó: - qué pena, ya no podrá ver por dónde va -. Acto seguido se levantó sacudiéndose el delantal, limpió sus manos y sacó la tarta de mermelada de fresa del horno dejándola en el alféizar de la ventana para que se enfriara. Aunque Sara no sabía cocinar.