Se sentó en el banco del parque y suspiró, cansada, no física sino emocionalmente. Las farolas apenas alcanzaban a iluminar aquel frondoso pasaje, donde lo había hecho por primera vez, años atrás. Una experiencia maravillosa... Había deseado hacerlo desde mucho antes de conocerlo. Sus fantasías habían sido durante años lo único que le daba sentido a su vida, el combustible que la hacía levantarse cada mañana. Y finalmente las había cumplido, muchas veces y de distintas maneras. Junto a él. Y ahora que ya no estaban juntos, y quería olvidarse de su relación... No podía pensar en aquel placer sin pensar en él. Habían compartido aquella inmensa pasión de tal manera que su cerebro la había enlazado de forma inextricable a su recuerdo. Cuando se planteaba hacerlo, o tan solo lo imaginaba, aún había una parte de su mente que, automáticamente, pensaba en cuánto le complacería a él aquella idea, o que lo introducía como compañero en el escenario. Se lo echaba todo a perder. Sacó su cuchillo de caza y lo miró con tristeza. La tenue luz de la luna se reflejó en la ancha hoja. Aquella romántica imagen le traía recuerdos hermosos. Suspiró de nuevo. ¿No podía quedarse esa sensación para ella sola? Le pertenecía tanto como a él. Quizá pudiera... Si creaba un recuerdo nuevo. Si lo hacía en solitario, por su cuenta, quizá pudiera apoderarse de nuevo de su pasión, de lo que la convertía en quien era, y podría dejar de sentirse fragmentada, a medias, como si se hubieran llevado un pedazo de su alma.
Oyó cómo alguien se acercaba a solas por el camino. Escondió el arma, y se le aceleró el pulso. Estaba emocionada. ¿Y si lo hacía ahora? Normalmente lo planeaban, pero no había sido así la primera vez, en aquel mismo lugar. La policía lo relacionaría, quizá. Aunque era un sitio fantástico para matar a alguien. La persona intrusa la miró con cautela, desde cierta distancia, mientras caminaba. Ella le preguntó, con su tono más amistoso, «¿Tienes fuego?». Se acercó. Percibió sus nervios, pero no miedo, aún. Estaba tan excitada... El mango del cuchillo estaba empapado del sudor de su mano. Lo sacó y clavó tan deprisa que su víctima no fue capaz de entender lo que pasaba hasta algún momento entre la tercera y la cuarta puñalada. Sus ojos preguntaban «¿Por qué?». Ella rio. Y siguió clavándoselo entre las costillas, hasta que cayó al suelo sin poder respirar. Se sentó a horcajadas sobre su pecho, y dibujó en su cuello, que se convulsionaba, una sonrisa de sangre tan amplia como la suya.
Finalmente lo había hecho. Ella sola. Y había sido como hacerlo por primera vez. Incluso mejor. Sus últimos asesinatos habían sido cada vez menos excitantes, pero aquel la había estimulado más que ningún otro. No pudo contener un grito de placer. Aún le quedaba mucho por vivir, más allá de su pasada relación. Mucho por experimentar. Mucho por matar. Y su pasión le pertenecía por completo.