- Míralos, ahí están otra vez - exclamó el hombre.
- ¿En el mismo sitio? - dijo la voz de la mujer en la cocina.
- Sí, en el parque, bajo la farola ¡Ven!
- Espera, tengo que secarme las manos.
- ¡Se están moviendo! ¡Ven ya!
La mujer soltó el trapo y se acercó hasta el balcón. El hombre se echó a un lado para dejarle mirar.
- ¿Dónde están?
- Mira ese gran arbusto junto a la farola. Pues está justo detrás.
- No los veo.
- Esta vez era sólo uno. Por eso no lo ves. Pero acaba de meterse ahí.
- Bueno, serán los jardineros.
- ¿A estas horas? ¿Sin ninguna linterna? ¡Qué hacen ahí?! ¿Qué buscan?
La mujer no supo qué decir. Desde que su marido se había quedado en paro, su ansiedad no dejaba de aumentar. Veía amenazas en cualquier sitio.
Esa maldita estatuilla árabe – pensó él. - El mercachifle aquel. Con su sonrisa caprina. Por más que le dije que no tenía dinero, le dio igual. En el regateo dije una cifra absurdamente baja, la quinta parte de la inicial. Veinte euros -solté, aún algo mareado por el humo del cigarrillo que acababa de tirar.
- De acuerdo, hermano. Veinte euros.
- Pero no los tengo aquí. Tengo el dinero en el hotel.
- No te preocupes, hermano. Yo te acompaño al hotel.
- Pero, está mi mujer durmiendo en la habitación.
- Tranquilo. Yo sé respetar a las mujeres – dijo, abriendo aún más la boca, con lo que pude ver algunas briznas de hierba entre sus dientes.
Nunca teníamos que haber ido a Marrakesh. ¿Para qué fuimos? Nos pasamos la semana discutiendo y luego perdiéndome sólo por las callejuelas y volviendo después fumado a la habitación, a oír reproches. Aunque es cierto que ya no me alteraban. No ha hecho más que traernos desgracias. He perdido mi trabajo. Luego, el accidente. Y ahora esos hombres oscuros bajo la farola, buscando algo. Pero no puedo desprenderme de la estatuilla. Quizás me ayude. Quizás sea una solución. Una llamada. Un buen trabajo. Quizá una lotería. ¡Espera! ¡Han salido de los arbustos! Veo sus sombras dirigiéndose hacia nuestra puerta. Mejor no voy a decir nada. Me tomará por loco.
El hombre se dirigió al cuarto de los niños. Nunca había habido niños en él, pero durante un tiempo se hicieron la ilusión. En lugar de eso, Atila, el gato castrado, le miró con desinterés. Allí estaba el estuche rojo, con la cosa dentro. Cuando no podía dormir por las noches se levantaba a escondidas y la sacaba. Miraba sus ojos. Dos cristales negros que le miraban y una sonrisa torcida de labios demasiado grandes para su cara. Aquel objeto había dormido durante años bajo las ardientes arenas del desierto y ahora venía para ayudarle a él.
Entonces sonaron aquellos arañazos en la puerta. Y aquellos gemidos. Pero ninguna voz humana traspasó la hoja. Su mujer empezó a chillar, dando la razón a su marido.