Las togas negras rozaban sin piedad alguna el rostro cubierto de sangre
del aristócrata. Se ahogaba en ella mientras miraba a cada uno de los
representantes de los diferentes estamentos sociales: el Vaticano, la
Nobleza, la Economía, la Justicia, la Banca, la Medicina, la Monarquía...
Salían en silencio y con un aura diferente a la del reciente ritual “sagrado”
egipcio. Partían como ciudadanos íntegros y responsables, mas lo que
había sucedido minutos antes quedaría guardado en la retina del que
yacía en el suelo muriendo y en las de las cuatro víctimas desmembradas,
torturadas y esparcidas por aquel altar embrujado de no se sabe qué dios
ni qué eminencia divina.
El monarca negro se agachó despacio al lado del rostro del moribundo
traidor con la daga que le había ocasionado la prematura muerte que
venía en son de ninguna paz.
No has aprendido la lección, Hamilton. Juegas con fuerzas que no puedes
controlar ni traicionar, juegas con dioses que te ven a cada segundo y que
conocen tus intenciones mejor que tú mismo. Los gritos de ellas han
alimentado a mi señor y tu muerte es la prueba viviente de que aquel que
ose enfrentar a la bestia acabará peor que el mismo sacrificado –expresó
fríamente el aclamado rey mirando a los ojos al noble inglés.
Ambrose Hamilton intentaba hablar, pero el gran charco de sangre que lo
rodeaba era tan inmenso que le hacía ahogarse más y más en su propia
pérdida vital.
Cinco personas totalmente vestidas con uniformes negros de cuero y
botas de carnicero, comenzaron a limpiar el suelo de la estancia con
mangueras y grandes aspiradoras. Todos tenían sus caras cubiertas por
máscaras disecadas de cerdo y reían sin parar observando cómo el
valiente aristócrata moría desangrado.
Hamilton había herido a varios miembros de la logia con su daga heredada
de su bisabuelo. Esta había pertenecido al mismísimo Robin Hood y la
llevaba consigo desde que era bien adolescente. Como se consideraba un
hombre más bien torpe, nunca creyó que la utilizaría para fines de
defensa, sino más bien lúdicos y de conocimiento ancestral. Pues le había
servido bien. Había realizado diferentes cortes en el semblante de
aquellas bestias inmundas disfrazadas de ciudadanos honorables y
admirados. Si alguien merecía un castigo con aquella daga, eran los
sádicos que allí se habían reunido. Y Hamilton arriesgó todo para defender
a aquellas pobres criaturas torturadas hasta la médula. Pero sólo era un
hombre y no pudo más que herir a unos cuantos y entorpecer el sello
mágico que tenían que realizar ese día.
El aristócrata hizo un esfuerzo mayor al contemplar los destrozados
cuerpos adolescentes y dijo entrecortado:
Sonría, por favor.
El obscuro soberano le preguntó: ¿por qué he de sonreir, estúpido
insensato?
Porque has sido grabado desde hace más de tres horas, cabrón –
respondió como pudo el elegante inglés y expiró.
Los ojos del monarca negro empezaron a dilatarse de una manera
insospechada y el pánico lo inundó. Allí estaba la cámara. El ojo.