Sé que le pedí que bajara, pero ahora, sola, me arrepiento. Esta casa no me da buena
sensación.
Insistió en venir. Que si había sido de su abuela, que si un fin de semana aislados sería
bueno para nuestra relación y qué sé yo cuántos motivos más.
Pero, sinceramente, esperaba otra cosa.
Está tardando demasiado. Dijo que cogería rápido leña para la chimenea y subía. ¿Por
qué tarda tanto?
Hace frío y está muy oscuro. Bajaría a buscarlo, pero este salón me paraliza, no me
atrevo a moverme y cruzar la puerta.
No puedo más, voy a buscarlo.
Cruzo el pasillo, largo, lúgubre, llego hasta la puerta que accede a las escaleras del
sótano y lo llamo desde arriba. No quiero bajar. Me da miedo.
Mira que sabe que no me gusta salir de la ciudad, pero insistió tanto que no quise
decepcionarlo. Hace poco que salimos juntos y no quiero arriesgarme a perderlo por
una discusión estúpida. Es agradable, atento y sincero. Tan sincero que hasta me habló
de Lucía, su anterior relación, y me mostró fotos suyas y me contó cómo le abandonó y
le rompió el corazón.
Vuelvo a llamarlo desde lo alto de la escalera. Responde, por favor.
¿Y si le ha pasado algo? Venga, Pilar, que ya no eres una niña, baja a ver.
Con un nudo en la garganta, con el corazón golpeando en las sienes y el zumbido del
silencio en mis oídos, comienzo lentamente a bajar la escalera, llamándolo, sin obtener
respuesta. Al principio con más fuerza, y al llegar abajo con un leve susurro inaudible,
pues mi voz se niega a salir, mi boca está seca.
Tengo miedo, pero no quiero que se note, por si me está mirando y gastando una broma.
Ya me estoy arrepintiendo de haber venido. Me encuentro mal.
La vista se va haciendo a la oscuridad, rasgada tan solo por una fina línea de luz
proveniente de un polvoriento ventanuco alto lleno de telarañas. Veo aperos de
labranza, leña reseca y, al fondo del todo, me parece distinguir muebles viejos apilados.
En el medio de ese desorden de muebles, un espejo ovalado, viejo y con el cristal ya
opaco, con un marco dorado lleno de fotos que no puedo distinguir con nitidez desde
donde estoy.
Me acerco tímidamente. Distingo una figura sentada, de espaldas a mí, frente al espejo,
con la cabeza gacha y cubierta por lo que parece una capucha o una tela oscura.
No consigo pronunciar palabra. No puedo. Mis piernas tampoco me obedecen. Quiero
huir y sin embargo comienzo a caminar hacia el espejo. El reflejo me devuelve el rostro
de Alberto, pero cambiado, con una mirada extraña que va de abajo arriba y una sonrisa
inquietante en los labios, que me susurran que me acerque.
No quiero, pero lo hago. Y, ahora sí, distingo las fotos que enmarcan este macabro
espejo, y reconozco a Lucía y a otras pobres como yo, o lo que queda de ellas, pero
demasiado tarde.