Vas caminando por las calles de la ciudad, vagamente iluminadas. El eco de tus zapatos
resuena en el empedrado. Todo está desierto. Aunque podría parecer una noche tranquila
de invierno, en tu interior sabes que algo va mal. Sabes que lo has despertado. Sabes que
te persigue. Las leyendas se han hecho realidad y sabes que, de ellas, no se puede escapar.
Aceleras el paso, alarmada. Tu respiración se vuelve más fuerte y pesada. El corazón te
late a mil por hora. Escuchas un chirrido y paras, atemorizada. Miras en todas direcciones:
la calle del sur, la avenida del norte, el callejón del oeste y... arriba. Ves una figura
encapuchada en el tejado de un edificio, agazapada, como un león ante una cebra. La
figura despliega unas alas, negras como la obsidiana, y vuela hacia ti.
Echas a correr como alma que lleva el diablo, en ese laberinto de calles oscuras y llenas
de niebla. Cada vez estás más cansada, tienes la cara helada y toses con fuerza, dejando
nubes de vaho a tu paso. Cuando piensas que ya lo has despistado giras, exhausta, por la
esquina del embarcadero y... ahí está. Frente a ti. En la otra orilla del río congelado.
Mirándote.
El miedo te hiela la sangre. No hay escapatoria. Das unos pasos hacia atrás y una mano
de hueso te agarra por el hombro. Te zafas de su agarre y le miras, horrorizada.
Unos amenazadores ojos te devuelven la mirada fijamente. El rostro lo llena un pico de
cuervo hecho de hueso, que parece sonreír cruelmente. Con la cabeza coronada por unas
astas de ciervo y,su cuerpo, un esqueleto humano con dos grandes alas de plumas oscuras,
como una capa de sombras que le cubre la espalda.
Intentas alejarte, pero el ser ya ha sacado su violín de plata y no puedes evitar escuchar la
música, que invade la orilla del río, pero que solo tú puedes oír.
Primero, mueves los brazos; después, levantas las piernas y, finalmente, todo tu cuerpo
comienza a moverse en una danza, al ritmo de esa extraña música que parece hipnotizar
todos tus sentidos. Entonces, pierdes la noción del tiempo y el espacio, y bailas descalza
sobre el hielo, dejando huellas ensangrentadas.
Hasta que te desvaneces sobre los brazos de la criatura que ha devorado tu alma de una
manera tan retorcida y hermosa a la vez. Como una flor que se congela lentamente con el
abrazo del invierno.