Estaba deseando volver a verla. Aquella tarde reímos como ninguna otra. Compartimos mil anécdotas de vidas pasadas, regalándonos miradas de ternura y alguna que otra caricia. ¿Qué duda cabía… de que los mejores momentos eran aquellos que compartíamos?
Era invierno y pronto nos sorprendió la noche. La rodeé con mis brazos para tratar de alejar el frío. Entonces aprendí una lección que nunca hubiese querido recibir. Entonces lo comprendí.
Ella calló y en su silencio cobraron forma mis más profundos temores. Se trataba de una angustia que se abría paso por cada rincón de mis entrañas y me arrebataba el alma. Ya no se trataba de monstruos debajo de la cama, de psicópatas, de vampiros con la dentadura afilada… Ese miedo era más crudo, más real. Lo trascendía todo. Era un pánico que me atravesaba, impregnándose en mi existencia misma y aferrándose a mi espalda.
Reitero. Ella calló y, junto a ella, calló el mundo entero. Mi maestro adoptó entonces la forma de su silencio. Me hizo descubrir lo que era el auténtico miedo: nos aterra la ausencia, por eso la oscuridad nos parece tan fiera. También el silencio nos aterra.
Conocía el significado de sus “no palabras”. Conocía la tristeza que escapaba de la comisura de sus labios, sin pretenderlo y, a la vez, sin poder evitarlo.
Juro que intenté contener la bestia que, con sus enormes garras de tragedia, me deshacía desde dentro y me hacía pedazos. Pero no pude, y cada trocito de mí escapaba por mis ojos y por el temblar de mis labios.
Ella se quitó el pañuelo y secó con él mis lágrimas.
Juntos fuimos miedo y la vida que, detrás de él, estallaba de magia.