Empezó hace semanas. Quizá meses. Al principio era un pitido en la lejanía, una aguja delgada pero punzante que atravesaba mis tímpanos y se clavaba en mi cerebro durante la noche. Poco a poco, el dolor agudo se acompañó de unos susurros ininteligibles. Yo me mantenía en silencio, agarrado con fuerza a mi sábana blanca, como si fuera una bandera en son de paz. Nunca abría los ojos, ni cuando la voz sibilante se fue acercando, noche tras noche. Ni siquiera los abrí el día que noté su aliento caliente en mi oído. No me moví ni un centímetro, pero el cosquilleo fue avanzando dentro de mí como una araña intrépida abriéndose camino desde mi oreja hasta mis memorias más profundas. Luego simplemente paró. Nunca llegué a saber si se fue.
No recuerdo muy bien cuándo empecé a entender a la voz, pero sí sé que su primera palabra fue mi nombre. Primero lo dijo débil, pero luego, al igual que si se alimentara de mi terror, fue ganando fuerza. Mantuve los ojos cerrados con tanta fuerza que ese día me levanté con los párpados hinchados, y me dolía al pestañear.
Ya no duermo. Tampoco es que lo intente. Sé que él no me dejaría. Ahora solo grita, grita mi nombre y grita todos mis pecados. Y también se ríe. Se ríe cuando mi corazón se acelera, y sus carcajadas aumentan justo cuando parece que me voy a quedar sin respiración, como si supiera cuándo me ahogo. Me preocupó que los vecinos se quejaran, pero nadie dijo nada al coincidir en el ascensor. Pero hoy será distinto. Estoy acostado, expectante. El silencio es casi ensordecedor, y mi cuerpo agotado traiciona a mi voluntad, sumergiéndome poco a poco en un sueño placentero. Y cuando parece que mis extremidades se funden con el colchón y mi conocimiento se va oscureciendo, una pequeña risita inunda la habitación. No habla, pero sigue riendo, más y más fuerte conforme el latido de mi corazón va creciendo, hasta que pienso que saldrá por mi boca. Yo espero. El sudor frío pega las sábanas a mi piel, y mi propio temblor hace chirriar la cama. Eso todavía lo divierte más. Lo divierte tanto, que se detiene, y se acerca a mi oído. No dice nada, solo respira lentamente. Y luego, me susurra "Hazlo". Y, a su orden, abro los ojos.
Es borroso lo que sucede a partir de ese momento. Mis pupilas se van acostumbrando a la oscuridad, y las siluetas oscuras de los muebles de la habitación van cobrando detalle. A la luz de las farolas de la calle, veo el reflejo de una silueta erguida a mi lado izquierdo. En el silencio, solo oigo el latido de mi corazón. Tum, tum. Y, cuando giro mi cabeza, reconozco a mi terror nocturno. Tum, tum. Con una sonrisa torcida y las manos llenas de sangre, me observo a mí mismo al borde de mi cama. Tum, tum. Y, de repente, solo hay silencio.