Están rehabilitando el Restaurante. Desde hace días unos obreros se aprestan a sacarlo de la decadencia en la que estaba sumido.
Han vuelto mis pesadillas. Como una marea sorda que arrasara irremisible la placidez de mis noches.
Me detengo frente a la puerta y no me atrevo a entrar. Aún no estoy curado. Acaso no pueda estarlo ya nunca.
Aquella noche Clara se levantó para ir al servicio. Me ofrecí a acompañarla. Una larga cola indicaba cuál era el baño de señoras. El de caballeros estaba desierto. Con disimulo y falsa indiferencia Clara abrió la puerta y, con un susurro travieso, me indicó que hiciera guardia. “Es solo un momento”. Fue la última vez que alguien la vio.
Tardaba. La llamé sin respuesta. Abrí la puerta con precaución y me asaltó la sensación de algo gélido. La luz estaba apagada pero un recuadro más claro se recortaba en la pared del fondo creando una suerte de luminosidad etérea. Cerré la puerta tras de mí y busqué el interruptor sin encontrarlo. Constaté que el rectángulo de luz no era sino la puerta de emergencia, abierta hacia un callejón lateral siempre lleno de cajas de botellas y contenedores.
Salí al exterior pero el callejón estaba desierto, limpio, barrido. No vi a Clara. No había contenedores ni cajas. La luz de una luna espectral creaba auras sobre los edificios. Flotaban en el aire unas partículas grisáceas que me costó identificar como ceniza. Giré hacia la calle principal donde estaba la fachada del Restaurante. Las farolas lucían apagadas. También la ciudad al completo. Todo parecía abandonado, como la tramoya de un viejo teatro desierto. Una finísima capa de ceniza se depositaba sobre las aceras y el asfalto. Mis pisadas, sin embargo, no eran capaces de dejar huellas. La luna, especular y difusa, se alzó por detrás de unos edificios y pude contemplar una imagen completa del fantasmagórico escenario. Comprobé con horror cómo los edificios, las farolas, todo el mobiliario urbano, respondían a medidas extrañas, parecían estar diseñados para algo muy ajeno a las proporciones humanas. No es que fuesen más grandes, que lo eran, es que no se ajustaban a un mínimo y reconocible sentido de la armonía.
Corrí hacia la pretendida protección del local de donde había salido. Crucé la puerta de los servicios de vuelta al Restaurante. Me hallé en una sala vacía en la que vislumbré apenas un mobiliario extraño en el que vanamente traté de reconocer sillas y mesas y, cuando lo hice, comprobé con espanto que esos objetos insensatos e incomprensibles no se avenían a la forma humana, a dos piernas y dos brazos. Sugerían, por el contrario, formas grotescas y de pesadilla. La palabra abominación vino a mi mente.
Grité y me hallé desvanecido en los servicios. Todo volvía a ser normal. Solo habían transcurrido cinco minutos. Clara seguía desaparecida.
No volvió. Sigue allí. No sé si volviendo a entrar en el Restaurante podré reproducir de algún modo el pasadizo hacia esa dimensión alternativa del universo.