Me he sentido tan feliz en casa que me provocó, de pronto, tomar muchas fotos. Empecé con una selfi en la terraza, donde de fondo pueden verse las jardineras de rododendros y el camino de cipreses junto a los bellos cornos blancos. También tomé otra justo debajo del gran lucernario del comedor, donde ella —mi madre—me decía que cientos de cuervos romperían los cristales y vendrían a devorarme los ojos si no comía todo lo que había en el plato. He estado buscando algún cuervo o en su defecto cualquier pájaro negro para fotografiarle, aunque no encontré ninguno fuera de mi cabeza. Entonces pensé en una foto con el perro, pero no lo encontraba. No quería creer que ese siniestro hombre, me refiero al jardinero que poseía un aire malintencionado, tuviera algo que ver con la ausencia imprevista del animalito. Luego temí que lo hubiese raptado. Yo lo había visto llamarle desde afuera, a través de la reja, y hasta lo había oído decir de forma inoportuna que se veía famélico y enfermo. Fue por eso que le despedí. A la gente le cuesta entender las estrictas dietas que he diseñado para mi madre y su perro, ahora que no se vale por sí misma y que solo me tiene a mí para cuidarla. Es por esa razón que sospecho del mundo entero y he prohibido la entrada de todos a esta casa, desde hace varias semanas. Pero las cosas me han salido bien y hoy estoy pletórica porque he logrado una selfi perfecta. Aparezco con el perrito, a quien por fin atrapé queriendo escapar por el camino de cipreses junto a los bellos cornos blancos. Pude agarrarlo porque ya para ese entonces yo era más rápida que él. En la foto también está mi madre, aunque irreconocible. «Un saco de huesos» diría el impertinente jardinero. Yo me veo soberbia con una sonrisa espontánea, hasta contagiosa, y más saludable que nunca. Lo malo es que ellos no lucen tan bien porque me fue bastante difícil moverles y lograr que sus cuerpos adquiriesen una pose natural, como si aún respiraran.