Algún lugar indeterminado del territorio de Sidi Ifni. Finales de noviembre de 1957, unas semanas después del inicio de la Guerra de Ifni-Sáhara.
Se despertó entre sudores y espasmos, entre las flemas que lo ahogaban. Desde que había decidido racionar el agua, todos los días se levantaba con la boca pastosa y la garganta irritada.
El desierto era implacable. El calor seco de la mañana, y el árido frío del ocaso, acrecentaban su sensación de desesperación. Con la soledad atormentándolo a todas horas; recordándole que, seguramente, él era el soldado más aislado y cercano al enemigo de todos los que habitaban las diferentes posiciones que componían el entramado defensivo alrededor de la población principal de Ifni.
Ya no recordaba ni cuánto tiempo había pasado desde que el cabo Castells partió hacia Tiliuin, para alertar a la guarnición de que la radio se les había estropeado. ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tal vez tres? No podía saberlo. El silbido del viento, la soledad, el calor sofocante, la sed que se estaba autoinfligiendo. Quizá se estaba volviendo loco. Hasta el punto de olvidar la razón por la que aún permanecía allí, en aquel puesto defensivo a menos de dos kilómetros de la frontera con el Reino de Marruecos.
Aquella mañana, el teniente Arribas decidió beber. Llevaba incontables días sin hacerlo. Racionar el agua era una cuestión de lógica, de pura supervivencia. Pero la sed estaba empezando a dañar su cordura hasta el límite de lo soportable. Ya ni siquiera le permitía dormir sin sufrir espantosas pesadillas.
Salió de la casucha principal de la posición y la rodeó. Los sacos terreros que protegían el puesto estaban cubiertos de arena, síntoma de su abandono. Al alcanzar el cobertizo tuvo que hacer un esfuerzo para mover el portón, que chirrió de una forma grotesca. Allí dentro, entre cajas de municiones y latas de conserva vacías, se encontraba la última garrafa de agua. Se abalanzó hacia ella para derramar, sobre su garganta, parte del escaso líquido que quedaba en su interior. No obstante, aquello no sirvió de nada. Sintió que era como tragar arena en lugar de agua. Quiso llorar. Pegarse un tiro. La sed seguía ahí, torturándolo, acabando con el poco buen juicio que todavía parecía conservar.
Aún lloraba, arrodillado sobre el suelo arenoso del cobertizo, cuando lo vio. Se trataba de un cadáver balanceante, colgado de una de las vigas de madera. Aquel cuerpo pertenecía a un soldado del Grupo de Tiradores de Ifni, a tenor del escudo impreso en las mangas de su camisa. Una camisa con el nombre de un tal teniente Arribas bordado en el bolsillo superior.
Fue entonces cuando regresó a su terrible realidad. Recordó que lo habían abandonado allí, sin prácticamente agua ni provisiones. Recordó el ululante grito de las hordas enemigas cercando la posición. Y que quitarse la vida fue la única alternativa.
La maldición del desierto había hecho el resto; condenándolo a la sed eterna en aquella guarnición situada en algún remoto y olvidado lugar del Sáhara.