Me encantaba salir con él a montar a caballo, observar las estrellas y dejarle comida a los lobos a la puerta de su guarida. Nunca me sentí tan sola como tras enterrar a papá. Si al menos me hubiese dejado ir al colegio… Pero no, parece que el exceso de celo por proteger a su hija manquita de la crueldad infantil, lejos de evitarme sufrimiento innecesario, no hizo nada más que aislarme definitivamente del mundo y ofrecerme como única compañía a innumerables institutrices de las que no recuerdo sus nombres.
Llevo una semana sin mi padre y ya lo echo terriblemente de menos, incluso no siendo del todo sincero conmigo, incluso habiendo encontrado esa compañía que siempre necesité. Es curioso como la muerte deja al descubierto vergonzosas verdades, aunque por suerte las mías carecen de ojos ajenos que las contemplen.
No quise olvidar la viejas costumbre de papá y, al anochecer, me dirigí a alimentar a nuestros lobos invisibles, esos que gruñían en la oscura oquedad, esos que solo oí y jamás llegué a ver. Sin un padre protector que lo impidiera, esperé paciente detrás de un árbol a que las fieras acudieran a su cubo de vísceras a alimentarse, pero se me heló la sangre al contemplar como un ser famélico, anclado a una gruesa cadena oxidada, reptaba hasta el cubo y devoraba con ansia su contenido sin reparar en mi presencia. A pesar de que la mitad inferior de su cuerpo era un amasijo de huesos retorcidos y su rostro carecía de labios, dejando a la vista unas enormes encías y unos inquietantes dientes afilados, era indudable que poseía mis mismos ojos y una cabellera rubia rizada que se asemejaría mucho a la mía si estuviese limpia y llena de lazos de seda en vez estar cubierta de barro y hierbajos. No cabía duda, era mi otra mitad, esa que según papá devoró mi mano y las entrañas de mamá antes de salir al mundo, la misma que dejó de respirar en cuanto mi cabeza asomó entre el vientre destrozado de nuestra madre.
He perdonado a papá por sus mentiras y a mi hermana por alimentarse de mis falanges. Nadie mejor que yo los entiende, sé lo difícil que es vivir con un terrible secreto y lo doloroso que resulta resistirse al delicado sabor de la carne y la sangre humanas cuando se despierta ese irreprimible deseo que me hace perder la cabeza. Pobre papá, ¿realmente nunca sospechó nada? No me puedo creer que aceptara con semejante indolencia el repentino abandono de todas mis institutrices sin que ni siquiera dejaran una nota de despedida.
Me reconforta compartir momentos de intimidad con mi gemela recuperada, un trozo de mí que siempre eché en falta, la hermana perfecta que ahora me completa y acompaña en esta enorme y solitaria casa. Tal vez debería pensar en buscar otra institutriz, lo que queda de la última se nos está acabando… Eso sí, que no esté obsesionada por guardar la línea.