Deambulando por los suburbios portuarios de aquella ciudad indómita, con el alma todavía impregnada de la fétida miasma de la bodega de nuestro barco —¡joder, como olía esa chusma!—, intentaba acallar mi conciencia con el argumento de la condición infrahumana de aquellos infelices: ¿Cómo si no, explicar la mansedumbre de una turba arrancada de su tierra que, a pesar de superarnos en una proporción de veinte a uno, se mostraba tan sumisa ante las atrocidades de Schoff?
Doy fe —lo he visto en papeles— de que Schoff, era su verdadero apellido, por más que se rumoreara por los mentideros portuarios que no era sino un apodo onomatopéyico derivado del sonido que hacen los cuerpos al caer al agua. Él mismo alimentaba su leyenda gritando «¡SCHOOOF!», cada vez que lanzaba a un negro por la borda. En nuestra última travesía, se deshizo de buena parte de la carga: «¡El mar está bravo, señores, hay que aligerar!». Un grandísimo hijo de puta cuyas órdenes nosotros, su tripulación, acatábamos sin mayores remilgos. Sus fieros ojos del color del whisky no admitían réplica.
Andaba yo, decía, sumido en mis remordimientos, embotado por el ron y el malsano bochorno del trópico cuando me encontré frente a “The Abyss Inn”. Entré. El lugar, iluminado por la mortecina luz de un único quinqué, era siniestro como una mazmorra. Toscas mesas se repartían por una estancia cuyas paredes aparecían repletas de obscenos dibujos y frases grabadas a punta de navaja. Al otro lado del mostrador había barriles de licor y una gran pieza de cecina remotamente antropomorfa que colgaba del techo bailando un lentísimo vals.
—Buenas noches— me anuncié esperando que el tabernero surgiera de las tinieblas. Pero nadie aparecía y un creciente sentimiento de extravío y lejanía se apoderó de mi espíritu.
Cuando mis pupilas se acomodaron a la penumbra me pareció distinguir, en torno a las mesas, unas presencias oscuras y silenciosas en las que no había reparado hasta entonces. Súbitamente, me abordó la idea de que fueran ellos que volvían del abismo para vengarse. Era una idea delirante, pero un pánico irracional me invadió. Entonces salté el mostrador y abrí la espita de un barril. ¿Whisky?, ¿ron?, ¿aguardiente…? Daba igual, necesitaba beber. Al fondo, la pieza de carne seguía girando, seguramente movida por una leve corriente que procedía del ventanuco junto al techo. Fue entonces, en uno de esos giros, cuando vi —o creí ver— en ese bulto cárnico, un rostro tumefacto en el que resaltaban unos ojos color ámbar, desorbitados por el espanto.
Dejé caer la jarra y hui aterrorizado. Erré como un zombi hasta que a la mañana siguiente me enrolé en el primer carguero que partía de allí.
No sé si aquello ocurrió de verdad o si solo fue una alucinación alcohólica; pero hoy, tan lejos en el tiempo y la distancia, los fantasmas aún me persiguen, y al cerrar los míos para intentar dormir, se me aparecen sus ojos salvajes del color del whisky.