Apenas bajamos la loma el auto se incrustó en una zanja y se apagó el motor. Al descender nos dimos cuenta que estábamos completamente a oscuras en medio del desierto en una noche sin luna ni estrellas con el agua hasta las rodillas. Era tal la oscuridad que no se distinguía lo blanco del auto. Tanteando fuimos hasta la parte trasera para empujar. Al estirar la mano sentí un pinchazo, recordé esos cardos al costado del camino y el dolor me resultó espantoso pero no se comparaba con la desesperación por querer salir de allí así que empujamos una vez…no se movía, dos veces, tres. Tirar un cadáver tiene sus desventajas pensé. Podríamos haberlo quemado a la salida del pueblo. La mano me sangraba, sentí que latía y se me aceleraba el pulso. A la cuarta vez pudimos moverlo. Pero no era suficiente, había que sacarlo. Lo volvimos a intentar y esta vez lo logramos. Al volver a la carretera prendí un cigarrillo y cerré los ojos, estaba empapado en sudor. En ese momento escuchamos la sirena.