Soy Hissa es el primer día de mi primer trabajo en un restaurante llamado Sal. Su nombre me hace sentir que sin la Sal no existiría el buen gusto. En Sal la luz de su salón es tenue, sus mesas son para 2, 4 y 6 comensales, están vestidas con manteles rojos, llevan servilletas negras y un accesorio triangular que sostiene una botella con aceite de oliva y pimenta, y en la punta están los saleros. Ante la llegada de los primeros comensales recordé que una de mis funciones es interrumpirlos y preguntarles si desean conocer el menú. Aquella instrucción me parecía innecesaria hasta el encuentro de sus primeros accionares, donde se apropiaban de un salero, lo pegaban a sus narices y respiraban profundamente como si fuese el más delicioso de los perfumes. El acto avivó mis nervios y con mi voz temblorosa accioné la interrupción: Señores desean ver el menú. Nadie me respondió, mis manos temblaban, me sentía perturbada, hasta que una voz atrajo la atención de los clientes quienes recibieron de Inocencio la carta. ¡Toma nota! Me dijo Inocencio en secreto antes de marcharse. Anoté los pedidos con el corazón acelerado creyendo que algo no estaba bien y dispuesta a averiguarlo fui a la cocina sin encontrar respuestas. Estaba cerca de rendirme y el sonido del rechinar de una puerta me hizo retroceder para observar a uno de los cocineros sacar de un armario un saco que decía Sal para rellenar los saleros. ¡Descubrí que el color de la Sal no era blanco! Con los saleros albergados todos en la cocina detuvieron sus quehaceres para respirarlos. ¡Escapé de la cocina y del restaurante! Pero me detuve porque me negaba aceptar a la ignorancia. Regresé, me quedé al frente del Sal esperando que quede en soledad. Faltaba que sus trabajadores se retiren pero el tiempo pasaba y no abandonaban. A las tres de la madrugada intenté mirar a través de sus ventanas pero me mostraban absoluta oscuridad. Mis manos continuaban apoyadas sus las ventanas y sentí cómo vibraban lo cual me llevó a sospechar algún acontecimiento… Encontré un acceso que se abrió con el tacto de mis manos porque continuaba registrada como trabajadora. Ciertas luces se encendieron y alumbraron el camino que me guío hasta una habitación en donde me encontré con mis compañeros de trabajo y uno de ellos quiso conocer en donde había estado, sonreí encubriendo a mis miedos. ¡Acérquese a nosotros! me dijo su líder. Me quedé de pie junto a Inocencio. Las luces se encendieron y observé trece costales, trece audífonos y trece bañeras llenas de hielo. Cada trabajador se colocó los audífonos, ingresó a los costales y por último se acomodaron en la bañera en donde retorcieron sus cuerpos, gritaron, lloraron y algunos rieron maquiavélicamente.
Cuando todo acabó Inocencio tocó sus hombros, salieron del encierro, extendieron sus brazos y les sustrajo un poco de su sangre para mezclarla con Sal que horneó y dio como resultado satisfacción a mi ignorancia.