No era la primera vez que conducía por esa carretera, y sin embargo siempre iba por otro camino. Yo estaba sentada a mi lado, de copiloto, mientras conducía y me iba dando ánimos, tranquilizándome. La última copa que me había tomado no me había sentado muy bien. Después de perder los últimos cien euros que me quedaban en la cuenta, apostando al rojo, supe que había tocado fondo.
Rebusqué en el bolso y encontré la petaca. Di un pequeño trago y cuando volví a mirar la carretera me vi ahí en medio, parada, mirándome fijamente a los ojos. Pegué un frenazo que hizo chirriar las ruedas y se oyó un golpe seco, el coche se detuvo mientras saltaban los airbags y me precipitaba hacia atrás después del impacto. Como pude, salí del coche. Me encontré tirada, cubierta de sangre, con los ojos muy abiertos y muertos.
Volví a buscar el bolso y le di otro trago a la petaca. Me senté en el suelo con la espalda apoyada en la puerta del conductor. Intenté pensar, entender qué es lo que había pasado. Pero solo veía rojo. Rojo en mis manos, rojo casino, rojo como el pintalabios en el vaso, rojo en su puta cara cuando le dije que le había pillado, rojo en su cabeza desparramada por el suelo del salón, rojo sangre en el jarrón hecho añicos.
Cierro los ojos. Todo está rojo. Oigo sirenas a lo lejos. ¿Será una ambulancia que viene a salvarme?, ¿o quizás la policía? Sea lo que sea no merecía la pena. Ese hijo de puta no se merecía que yo acabara así.