Sol, playa, despreocupación. Leonardo no se había afeitado desde el comienzo de sus solitarias vacaciones en aquel pueblito del sur de Brasil y siempre usaba el mismo short verde. Los lugareños, acostumbrados al turismo rioplatense, hablaban castellano, por lo tanto no tenía muchas oportunidades de practicar su recién aprendido portugués. Sólo lo podía hablar con Leila, la pequeña hija de una de las trabajadoras de la posada, que no entendía español. Se acercaba cuando él estaba desayunando y le mostraba sus muñequitas.
Después de cenar, caminata por la arena con los pies descalzos y un cigarrillo. Pero aquella noche, Manoel, el conserje, le había aconsejado que no lo hiciera. Era la fecha en que algunas sectas realizaban rituales frente al mar. Dijo que eran tan peligrosos los espíritus que se convocaban como la gente que no quería ser observada durante las ceremonias. Pero para un hombre curioso “no vayas”, significa “tienes que ir”. Y fue, a pesar de que las cuatro caipiriñas que había tomado le amenazaban el rumbo.
Tambores y cánticos lo guiaron hasta un grupo de personas vestidas de blanco. Desde atrás de los kioscos cerrados observó la danza de una pareja dentro de un círculo de velas. Cuando el baile terminó, se irguió un hombre; a pesar de que sólo veía su espalda casi podía asegurar que era Manoel. Luego le abrieron paso a una niña vestida de blanco, que caminaba como en trance. Le pareció que era Leila. El hombre levantó un cuchillo. Leonardo gritó, corriendo y golpeando a todos los que trataban de detenerlo. Lo último que vio fue una gran mancha roja que crecía sobre algo blanco, luego un golpe lo desmayó.
Despertó con el sol en la cara. La playa estaba desierta. Una gran roca mostraba vestigios de sangre y restos de velas consumidas.
Las olas trataban de depositar una figura blanca con manchas rojas sobre la orilla. Angustiado, se acercó metiendo los pies en el agua y allí estaba el cadáver de una cabra blanca degollada. Con un terrible dolor en las sienes, se sentó en la arena con la cabeza entre las rodillas, mientras se decía: “no más caipiriñas”.
Cuando pudo levantarse, volvió a la posada. Quería comprobar que todo había sido una pesadilla.
Buscó a la chiquita por todo el parque sin éxito. Sonrió aliviado cuando la divisó en el fondo de un corredor. Solamente podía verle la nuca con las adorables trencitas de colores. Como siempre, estaba hablando a sus muñequitas. Al llegar a su lado vio que sus manos sostenían un nuevo muñeco de trapo con short verde al que le había clavado dos alfileres en los costados de la cabeza. Ella giró y ya no fueron sus ojos de brazas encendidas los que lo miraron, sino dos viejos rescoldos casi muertos. Un eco de cantos ancestrales salió de la pequeña boca mientras los deditos clavaban, bien profundo, otro alfiler en el centro del pecho.