Tres gotas de sangre cayeron en mi libro, señalando unas palabras de un
párrafo en particular. Supe entonces que se seguía librando una guerra en el
cielo.
El móvil hecho añicos. Solo. Triste.
Me alcé y comencé a andar. Justo a la par rememoré, por puro
paralelismo, algo ocurrido hace mucho en una caminata que hice, roto de amor
o aburrido, quién sabe.
A mitad de aquel trayecto llegué a un punto poco transitado. Hacía sol y
calor pero la sombra de alguna nube se abalanzó sobre el escenario en que se
desarrollaría el encuentro y todo quedó sumergido en un frío intenso. A lo largo
de todo el paseo me habían acompañado los sonidos del bosque y los trinos de
los pájaros, hasta llegar ahí que el silencio se hizo atroz y denso. Veía ya las
dos siluetas, una tumbada y otra al lado de pie. Mi corazón estaba helado por
la confluencia de tantos factores lúgubres que, honestamente, no pude o no
supe atribuir al azar.
El gato, tumbado, conservaba un ojo que colgaba de su cuenca ocular
izquierda. Su esfera, ya macilenta, se iba resecando sobre su mejilla. El perro
contemplaba complacido mi llegada a la escena. Como si llevase tiempo ahí,
esperando. Pude percibir, y de algún modo no me asustó tal hallazgo tanto
como quizá debiera, que el perro no era un perro. O lo era sólo en cuanto a
carcasa. No quise parar. Sabía que toda reacción que en mi suscitara la
grotesca estampa sería absorbida y paladeada por el perro. Era consciente de
que no debía acobardarme, debía obrar con total naturalidad: de no ser así, el
perro lo usaría en mi contra. El perro ganaría.
No tengo claro si recordé la historia de aquel samurái de leyenda. El
samurái iba tranquilo y solo por un camino del bosque, pero se había perdido y
estaba a punto de anochecer. De improviso, un lobo apareció en el camino. Al
rato aparecieron más lobos. El samurái siguió avanzando impertérrito. Avanzó
con total serenidad. Caminó entre los lobos que le cercaban y éstos no osaron
atacarle.
Miré al perro, miré al gato a sus pies, volví a mirar al perro, que a pesar de
no haber obtenido de mí su victoria conservaba su pose de orgullo. Tuve buen
cuidado de no bajar la mirada pero tampoco de mantenerla demasiado fija en la
suya. Seguí caminando sin prisa. No sé si el perro volteó su cuello para ver
cómo yo me alejaba, no sé si persistió en su postura y actitud. Sé que volvió a
surgir el sol, brotó de nuevo la música alrededor, recobró su tibieza el día y que
yo seguí caminando sin volver la vista atrás, con cierto alivio y una media
sonrisa.
Respirando a pleno pulmón y absorto en el camino que se abría ante mí.