En un lugar muy tranquilo, de pocos -pero extraños- ruidos, donde no muchos eran amigos, se
encontraba un muy estimado y pionero espíritu. Un poco ansioso por su estancia, y tal vez un poco
decepcionado por su espera, deseaba, con quien deba, poder descargar su queja.
Consideraba no estar en el lugar correcto, ya que a ninguna tentación otorgó colecho, y por encima
de todo, a “la palabra” siempre seguía recto. En algún momento dubitó: ¿el engranaje se diseñó
para su detrimento? Por alguna razón aquel lapso de aflicción parecía eterno, y cuatro paredes
celestes serían su cielo. Cumpliendo treinta y tantos años dejó de hablar, aunque esperaba el
momento para una conversación casual.
Algunas mañanas aparecía, en su libertad de movimiento, más cerca de la puerta, aquella que
“salida” expresa. Y un día se sitúo frente a ella, y ante inminente escape comenzó a exclamar: ¡que
bajo has caído!, ¡castigas a tu hijo!, ¡tu único y querido!, ¿acaso para pagar los pecados de otros
me has traído?
Entonces, manos blancas y suaves sobre aquellos hombros se situaron para devolver a aquel rey
a su reino, al cual no se le dejaba abdicar, y del cual encierro no se debía liberar.