Desde su rostro la sangre era un reguero oscuro que manchaba su pecho. Su novia, inerte, era ahora un amasijo informe en el salón.
Escapar. ¡Debía escapar!
Se incorporó con gran esfuerzo. Su cuerpo tiritaba por completo. Su mente no podía huir de aquella respiración agitada, ese jadeo demoníaco que se incrustaba como el filo de un hacha en sus erráticas ideas. Los gestos grotescos de la fiera devorando el rostro de su amada lo estaba volviendo loco.
Como pudo, buscó refugio en la gran casona, arrastrándose, levantándose con fuerzas exiguas, cayendo nuevamente al suelo. Oía su respiración descontrolada. No había lugar en que pudiera refugiarse.
Jadeante se encerró en la sala de espejos. Aunque lo supo inútil, puso llave a la puerta. Permaneció inmóvil en medio de la habitación, de rodillas. En su cabeza, como una radio mal sintonizada, sonaba omnipresente el choque frenético de los dientes entre la carne jugosa de su novia. Era como un mantra maldito que penetraba sus pensamientos.
No pudo más, alzó la vista tiritando de temor. Lo que siempre supuso, se reflejaba ahora desde todo ángulo, como una condena aberrante clavándose en sus pupilas.
Aceptar la realidad, algo que no había podido jamás calibrar, se hacía ahora imperioso y mucho más fácil.
Se acercó a la ventana. La luna iluminaba los cadáveres del patio con una belleza magnética.
Necesitaba más, mucho más.
¡Oh, ese sabor!... ¡Ese exquisito sabor!