La vi por primera vez, cuando tomaba yo un café en la barra del Timberyard. Estaba a mi lado, casi rozándome el rostro. Olía a romero del campo recién cortado. Parecía una odalisca de Las mil y una noches.
-¿Me invitas a una ginebra, chato?
-Naturalmente.
Cuando la volví a ver fue en circunstancias bien distintas. Yo había aparcado mi coche junto al bosque y desde la ventanilla veo cómo un hombre alto y forzudo la lleva agarrada del brazo, la arrastra contra su voluntad hacia la espesura, ella forcejea inútilmente, y él le arranca con violencia la falda, le quita las bragas y se le echa encima con la fuerza de un elefante. La muchacha comenzó a dar gritos, pero él le tapaba la boca, mientras seguía disfrutando a sus anchas del placer venéreo. No podía permanecer impasible ante lo que estaban viendo mis ojos, y, aunque al lado de aquel monstruo yo era un enano, un pigmeo insignificante, me atreví a salir del coche, caminé hacia donde estaban ellos y logré sujetar por los hombros al violador. Tiré con todas mis fuerzas y lo separé momentáneamente de la muchacha, que al verme, me reconoció enseguida y se sonrió amargamente. Tenía el rostro lleno de lágrimas, el pelo alborotado y los ojos llenos de una rabia incontenida. En un instante, fugaz como el rayo, el hombre se incorporó, me miró fijamente y sin preguntarme quién era yo y por qué me metía en sus asuntos privados, me arreó un puñetazo en el rostro, tan descomunal y feroz, que comencé a sangrar como un marrano en matanza. No me desmayé de puro milagro, todo lo contrario, como un nuevo guerrero del antifaz, como un magnífico samurai que derrota a quien se le ponga por delante, gracias a las tácticas aprendidas en una escuela de kendo, seguí peleando con toda energía. Fue inútil. Un pequeño David no puede con un gigante Goliat. Y los ojos se me abrieron como túneles de espanto cuando ví al energúmeno con un enorme cuchillo apuntándome en la garganta. El grito de la muchacha fue un meteoro de terror retumbando en el bosque.
-¡¡¡Nooo!!! ¡¡¡No lo hagas, maldito!!! ¡¡¡No lo mates, por favor!!! ¡¡¡Noooo!!!
Le tapó la boca con las bragas y siguió apuntándome con el arma. Luego, repentinamente, todo fue oscuridad. El sol cegador se volvió sombra aplastante. El silencio del bosque ascendió a tanta altura que lo oían hasta las piedras. Todo desapareció de repente de mi vista, el cuchillo, el hombre, la muchacha y yo mismo. Y surgiendo, como de una tumba, la reconocí con mis ojos empapados de sangre. La Dama Escarlata, rostro amarillento, ojos sin pupilas, brazos huesudos, me estrechaba fuertemente contra su pecho vacío de corazón.