Habían pasado ocho meses desde la primera vez que sintió aquellos terrores imposibles de describir. Todas las noches sobre las cuatro de la madrugada se rendía ante una nueva pesadilla de la que siempre era protagonista. Genocidios, mutilaciones, bestias que se adueñaban de sus pensamientos y no le abandonaban ni aún cuando estaba despierto. "Mi Belcebú", lo llamaba, pues cada vez que cerraba los ojos esos episodios despertaban al peor de sus demonios.
Javier era cocinero. Las últimas semanas preparaba el menú adormecido, absorto de este mundo, tanto que una vez no controló bien el cuchillo y no dudó en triturar un trocito de su pulgar izquierdo en el puré de zanahorias.
Sus alucinaciones habían ido cada vez a más. Imaginaba tener un nuevo pinche, Roth, quien le daba ideas macabras y alimentaba a los demonios que lo apresaban. Sin embargo, eran esos momentos los únicos en los que podría decirse que sonreía.
Aquella mañana se dio una ducha a medias y vagó hasta el restaurante. Roth le propuso un reto. Le aseguró que si lo conseguía no volvería a tener problemas para conciliar el sueño. Javier debía esperar a que los comensales se marcharan para quedarse a solas con su compañera Alejandra. Tendría que dejarla inconsciente, cerrar el restaurante y descuartizarla. Después
debía preparar un guiso con las partes más suculentas del cuerpo de la muchacha y cocinarlo para el menú día siguiente. Una vez observara a los clientes comer su guiso, podría irse a casa a conciliar el sueño.
Aceptó.
Cuando se quedó a solas con su compañera la llamó para que le ayudara a bajar una caja del altillo de la cámara. Al entrar la sujetó con fuerza de la cabeza y la golpeó varias veces contra una balda metálica. Con tranquilidad cerró y recogió el restaurante. Después colocó el cuerpo de Alejandra sobre la mesa central de la cocina y fue cortando su piel y troceando su carne delicada.
Seleccionó minuciosamente los trozos más tiernos y los puso en cocción con algunas verduras. Se quedó inmóvil durante horas observando el fuego. Y pasó así toda la noche. Por la mañana limpió la sangre de aquella matanza y congeló los restos de Alejandra para su próxima receta. A medio día sirvió entusiasmado los platos a los comensales y les observó engullir su macabra obra culinaria. Al marcharse todo el mundo cerró el restaurante y se fue a casa con una sonrisa inquebrantable y una sensación de sosiego muy extraña para él.
Ya sobre la cama dejó perder su mirada entre los recuerdos de aquella increíble jornada, hasta que por fin, se entregó al sueño más profundo que jamás antes había sentido.
Desde entonces rinde culto cada día a los demonios que acunan sus sueños y alimentan sus ansias.