Como cada mañana se despertó cansado y agitado. Desde hacía meses amanecía bañado en un pegajoso sudor que rezumaba un olor ácido y desagradable. Aun así se sentía ilusionado, por fin había llegado el gran día. Después de medio año de respetuosa relación se uniría a la mujer que amaba.
Dejó bien claro que buscaba una pareja seria y respetuosa con sus principios un tanto anticuados para una época tan libertina. Después de varios fracasos, por fin la agencia la encontró. Carmen era una señora de mediana edad, discreta, culta y educada. Ya en la primera cita supieron que eran el uno para el otro y desde entonces no faltó un día en el que no se viesen o hablasen por teléfono.
Invirtió gran parte de la mañana en la limpieza de su pequeño apartamento. Sería la primera vez que ella lo visitase y quería causarle buena impresión. Aunque los dos habían tenido relaciones anteriores no era excusa para portarse como animales ávidos de sexo. De mutuo acuerdo decidieron que esperarían hasta formalizar su relación ante Dios.
Cuando se sintió satisfecho con la limpieza de su hogar comenzó con su aseo personal. En la ducha, con una áspera esponja, se frotó vigorosamente todo su cuerpo haciendo hincapié en sus partes íntimas. Quería librarse completamente del olor de su sudoración nocturna. Lo había consultado con especialistas pero no le concedieron demasiada importancia achacándolo a cambios de la edad y al estrés por su reciente jubilación. Carmen estaba al corriente, le decía que todos tenían pequeños secretos de alcoba, que era parte de la vida en pareja y que ella también tenía sus “cosillas”.
Con un pulcro afeitado y su mejor traje se sintió preparado para dar el gran paso. Una hora más tarde estaban frente al altar de aquella pequeña capilla jurándose amor y respeto eterno. Optaron por una ceremonia íntima y sencilla, tanto que prescindieron de invitados que distrajesen su atención. Comieron en el local donde se conocieron y que tanto le gustaba a ella. Era algo moderno y bullicioso para su gusto pero se comía bien y a ella le encantaba. Bromeaba diciendo que el nombre era en su honor.
En la intimidad de la habitación ella le pidió que apagase la luz y él la complació. Al meterse en la cama, él oyó un suave crujido como de seda rasgada. Percibió como su amada se acercaba rápidamente. En ese mismo instante el olor ácido, que le resultaba tan familiar, invadió sus fosas nasales. Entonces sintió el abrazó de un frío y rígido cuerpo. Quiso darse la vuelta y huir, pero ya era tarde. Mientras ella le abrazaba con sus negras y peludas extremidades, vio ocho ojos rojos reflejados en el espejo de la cómoda y sintió un pinchazo que le paralizó.
—Te he respetado hasta el matrimonio como me pedías. Tú piel es deliciosa ahora por fin puedo disfrutar del resto —le susurró su amada con voz cavernosa antes de darle el primer mordisco.