La rebelión campesina había concluido oficialmente el día 4 de abril del año 1843, cuando se cumplió la orden dada por el emperador, y los pocos sobrevivientes fueron ejecutados. El mayor de ellos tenía veintidós años, y mi hijo apenas había cumplido los diecisiete.
En una decisión inusual, seguramente destinada a intentar morigerar el odio que la represión había instalado en los corazones de la población, el emperador ordenó que los cuerpos de los cabecillas de la revuelta fueran devueltos a sus familias.
La noticia reavivó mi alma y, sobre todo, me dio esperanzas. Rogué que los soldados del emperador cumplieran con su cometido lo más pronto posible, y di gracias al cielo cuando el rústico cajón de madera con el cuerpo de Jonatan llegó a casa: apenas habían transcurrido dos días desde la ejecución. Contaba todavía con veinticuatro horas para poner a prueba, por primera vez, el conjuro transmitido secretamente en nuestra familia de generación en generación, desde hacía más de trescientos años. Es verdad que nunca se le había prestado atención más que para hacerle objeto de burlas, pero tampoco nadie se había animado a deshacerse del voluminoso libro que contenía todas las instrucciones del ritual (¡ni mucho menos a ponerlas en práctica!).
Ubiqué el ataúd en la habitación principal de nuestra humilde casa, y me lancé a la búsqueda de los elementos necesarios. Lo más difícil fue conseguir la sangre fresca de cuatro infantes. Una vez reunido todo lo necesario, preparé la pócima y, a poco ya de expirar el plazo, la vertí sobre el ataúd y abrí el libro. Sus hojas estaban amarillentas, malolientes y resquebrajadas, pero enteras aún. Comencé a recitar sus fórmulas y, después de casi media hora de trabajo, escuché unos gruñidos provenientes del interior del cajón.
―¡Jonatan, Jonatan! ―grité.
―¡Madre! ¡Por favor, sácame de aquí! ―era la inconfundible voz de mi hijo.
Tomé una barreta y forcé la tapa con todas mis fuerzas. Al abrirla, mi sorpresa fue mayúscula: Jonatan no había sido fusilado, como yo suponía, sino decapitado. Su cabeza, desprendida del resto del cuerpo, se agitaba de un lado a otro, dándose contra las paredes del cajón. Sus ojos me miraban con desesperación, mientras me seguía suplicando que lo sacara de allí.
Presioné con mis dedos el resto del cuerpo segmentado: estaba tieso, púrpura, y con claros signos de hinchazón, así que lo deseché. Mis manos se dirigieron a su cabeza inquieta. La sujeté con ternura, la alcé y la examiné. El corte a la altura del cuello era perfecto (debió haber sido ejecutado por un verdugo profesional). Ya no sangraba, así que acicalé su rostro, lo peiné lo mejor que pude y, sin más, deposité la cabeza sobre la única bandeja que había en nuestro hogar.
Desde entonces, preside la casa en un lugar de privilegio, y todos los días platicamos durante horas enteras. Evitamos siempre mencionar la revuelta, y únicamente abordamos aquellos temas que hacen las delicias de cualquier conversación entre madre e hijo.