Reflejos
Corrió las escaleras arriba de dos en dos. Sólo siendo cauto tendría la oportunidad de llegar a casa y sacar de la cisterna el revolver que había escondido dos días después de la propagación del virus.
Al llegar al tercero y no escuchar ningún ruido, decidió hacer una pequeña parada para tomar aliento. Apoyó la cabeza junto a la vitrina del extintor, rota. Reparó en que el suelo estaba lleno de cristales y la puerta de la pesada del tercero B entreabierta y cubierta de sangre. Se preguntó qué habría sido de ella y se arrepintió de haber sido tan desagradable la última vez que fue a pedirle sal. Un grito sordo proveniente del portal le hizo sacudirse en silencio y ponerse en marcha de nuevo. De no ser por el rasguño de bala en el hombro, podría haberse agarrado a la barandilla e impulsarse con mayor agilidad... pero lo importante es que lo había conseguido y por fin estaba frente a su puerta, más abierta que la de su vecina. Y más ensangrentada.
El pasillo del apartamento, que esa misma mañana mostraba fotos con caras sonrientes, se había convertido en una suerte de pasadizo del terror. Parte del papel naranja de la pared había sido arrancado y la mesita del recibidor que su mujer había elegido en Ikea yacía desmontada en el suelo, como si hubiera sido recién desembalada. Mientras deseaba con todas sus fuerzas que ella siguiera viva, y sin que le temblara el pulso, abrió la parte superior del váter y consiguió sacar la pistola. El crujir de la puerta de la cocina le advirtió de que su “amigo” acababa de llegar casa. Cogió aire, sujetó el arma con firmeza a la espera de tenerle a tiro y se juró no fallar.
Fue entonces cuando un rayo de luz, reflejado en el espejo donde cada mañana se afeitaba, dio directamente en sus ojos. Intentó cortar el halo con un sólo resultado: descubrir su cara carente de dientes y en proceso de putrefacción. En un último suspiro decidió empuñar el arma por última vez, ésta vez sobre su sien.